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¡Dios mío, esa voz! La de los intensos noticiarios, la que electrizaba multitudes y mesmerizaba al Congreso de los Diputados. La voz de Felipe González debería ser seriamente analizada por ingenieros acústicos e hipnólogos, psiquiatras y semiólogos, directores teatrales, criminólogos y cazadores de psicofonías. Su registro es deliberadamente corto porque jamás renuncia a mantener la tensión y la atención de la audiencia. La modulación es rica y un punto exagerada, como el ejercicio sobreactuado de un actor de carácter. La administración de los silencios es tan impecable que delata los minuciosos ensayos previos de quien ha decidido qué parte de su intervención va a ser reproducida. En los setenta ya operaba milagros. ¿Qué no conseguiría hoy si los hechos irreversibles no la hubieran enviado al basurero de la historia?

Si los hechos no fueran tantos, si el felipismo no constituyera una catarata de crímenes, expolios e inoperancia, el brujo podría soñar con el regreso echando mano del timbre que adormece el entendimiento y la conciencia. Timbre al que ahora se suman las inéditas tonalidades de la edad. Si al catálogo de ignominia pudiera oponer al menos el recuerdo de una gestión económica decorosa, digamos la cuarta parte del balance de Aznar, la opinión pública olvidaría que convirtió España en un estercolero.

Oigo la voz y entiendo con pesar por qué tantos cedimos al embrujo. Y recuerdo cómo pronto algunos insensatos nos pusimos a buscar sentido a sus palabras, lo que equivale a hurgar en la chistera del mago o a tratar de mojarse los dedos en un lago de papel de aluminio. Las frases eran hueras, pero su poder era tal que no precisaba siquiera de discurso; las palabras que él pronunciaba iban a misa, aunque se contradijera. Una legión de intérpretes malgastaba la tinta en la vana tarea de la exégesis, sin importar lo estúpido u obvio del mensaje: que si quiero que España funcione, que si gatos que cazan ratones. Duró tanto porque conectaba con algún espacio oscuro de las emociones. Un auténtico prodigio si pensamos que una sola de las múltiples evidencias que tenía en su contra levantaría hoy un clamor ensordecedor contra el gobierno. Envió a la guerra del Golfo a soldados de reemplazo y ni un maldito actor le tosió.

Los años de González nos duelen a muchos personalmente, no sólo porque son los del paro, la falta de oportunidades, la anomia, la zafiedad y el abuso de poder, sino, sobre todo, porque al principio nos fascinó. El tiempo ha pasado y, aunque su famoso horizonte penal sigue igual de lejos, la ciudadanía sabe lo que ocurrió, lo que de algún modo equivale a la justicia. Tuvo que asistir a la expansión de la prensa independiente, a la difusión de incómodas verdades que lo salpicaron para siempre y que lo sacaron de la Moncloa. Ausente de su escaño, ha seguido destilando su veneno en privado. De vez en cuando deja oír su voz, su principal recurso. Pero España es otra y, a pesar del sobresalto, pronto lo olvidamos. ¡Qué más da lo que diga! Hoy sólo le teme su partido.


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