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EDITORIAL

Múgica hace honor a su cargo

Eran ya muchas las voces autorizadas en el mundo académico y profesional que pedían la supresión del Impuesto sobre Sucesiones. Y, afortunadamente, el hecho de que el PP incluyera una medida parecida –la reducción a cero del gravamen para los legados de padres a hijos– en su programa para las elecciones autonómicas del pasado 25 de mayo, ha promovido un debate que ha sacado a la luz una realidad harto conocida aunque sistemáticamente ignorada: El Impuesto sobre Sucesiones es, probablemente, el tributo más impopular de todos, si es que hay algún impuesto que pueda ser popular.

De instrumento meramente recaudatorio –el clásico diezmo sobre las herencias–, cuyo origen se remonta a los orígenes de la civilización urbana, el Impuesto sobre Sucesiones se convirtió, por imperativo “ético” del colectivista siglo XX –y por consejo de Keynes, que propugnaba la “eutanasia activa” del rentista–, en uno de los principales instrumentos para promover la “igualdad” y la “redistribución de la renta”. Pero como los altísimos tipos de gravamen que se impusieron, así como su fuerte progresividad, provocaban la destrucción de capital y la deslocalización de la riqueza –y, por tanto, pobreza– poco después se optó por crear un régimen especial para los propietarios de empresas, con el fin de no matar la gallina de los huevos de oro.

Lo más razonable hubiera sido volver hace ya tiempo al clásico diezmo o directamente suprimir este impuesto, habida cuenta de que hoy en día la técnica fiscal dispone de otros instrumentos de recaudación mucho más eficaces y menos lesivos para el contribuyente y para la riqueza nacional. Sin embargo, nuestros políticos, unos por puros motivos demagógicos y otros por temor a que se les tachara de defensores de los intereses de las oligarquías, se han resistido a eliminar un impuesto cuya importancia recaudatoria es casi nula –no llega a un uno por ciento del Presupuesto–, pero que recae, no precisamente sobre los ricos sino sobre los ciudadanos de las clases medias, que sufren en silencio el expolio de los pequeños patrimonios que sus progenitores les legaron y que ahorraron tras una vida de trabajo... y de tributación.

Este es el motivo de la impopularidad del impuesto, y en el momento en que el PP se ha atrevido a proponer el dejar de cobrarlo, han aflorado las posibilidades electorales de la medida. Hasta el punto de que Manuel Chaves ha prometido suavizar el gravamen del impuesto como parte de su programa electoral para las elecciones andaluzas y aun a despecho de la línea oficial del PSOE, representada por un Caldera aferrado a la demagogia de los yates y de las cuadras de caballos.

El interés despertado por la supresión del impuesto más injusto y confiscatorio ha hecho que lleguen numerosas quejas al Defensor del Pueblo, quien haciendo honor a su cargo, ha hecho suyas las críticas de los profesionales y de los académicos, recomendando, no la reducción a cero del gravamen en las comunidades que tengan a bien hacerlo, sino la supresión total del tributo, pues se trata al fin y al cabo de un impuesto estatal aunque cedido a las comunidades autónomas. Por ello, Enrique Múgica señala que debe ser el propio Estado el que inicie el proceso, para evitar una aplicación desigual de un mismo impuesto en todo el territorio nacional, la cual ya está provocando deslocalización de riqueza a favor de comunidades que no lo aplican, como el País Vasco o Navarra.

Es preciso felicitar al que fue ministro de Justicia con el PSOE, partido en el que sigue militando, por desmarcarse de la línea oficial de su partido y reclamar, en el ejercicio de su cargo, un poco de justicia y de sentido común en la esfera tributaria. Esperemos que José Blanco respete esta vez una de las cabezas mejor amuebladas del PSOE y no repita con Múgica la “hazaña” perpetrada contra Alberdi.


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