La imagen de una madre que instrumenta el asesinato –particularmente atroz– de su hija para consumar una terrible venganza sobre su antigua amante, puede producir horror. Y fascinación, a un tiempo; literaria, al menos. Así es la condición humana. Lo conocemos desde la solemne grandeza de la Medea de Eurípides. Pero es más viejo. Tanto como la presencia del animal humano sobre la tierra. Así es la condición humana. Nada hay, en ella, más fuerte que el deseo esencial de destruir a los de su especie. Nada más intenso que la nostalgia de la crueldad extrema.
Toma la forma del crimen. Toma la del linchamiento, que es un asesinato moralmente edulcorado. Que la justicia dé los instrumentos para ello, es la catástrofe, moral y legal, extrema de una sociedad civilizada.
Nadie, en el caso Waninkhof, trató jamás de buscar verdad alguna. Todos –fiscal como acusación privada, juez como jurados– buscaron consumar un placer: el de aniquilar al diferente. Si los medios de comunicación conservaran aún un mínimo de decencia, transcribirían ahora, íntegros, los alegatos del fiscal durante eL juicio en el cual se condenó –se condenó, insisto, aunque debiera decir sólo se linchó– a alguien por la imperdonable culpa de ser lesbiana. Y ese alegato se estudiaría, como una esencial lección de ética –de ausencia de ética– en los institutos de enseñanza media.
Porque a eso se redujo todo: al placer de despedazar al otro, al distinto. Y no pienso siquiera que el fiscal fuera un sujeto particularmente malvado. Puede que, en otro contexto, ni siquiera hubiera sido homófobo. Pero tenía que ganar su caso. A cualquier precio. Era su trabajo. Y sabía –eso lo sabe cualquiera– que, ante un juez profesional, el peso de los indicios exhibidos hubiera resultado ridículo. Y que ningún juez se hubiera prestado a hacer pudrirse en la cárcel a nadie bajo el solo peso de una retórica atribución de marimacho. Si el fiscal actuó así –y espero que, ahora, alguien plantee, al menos, la posibilidad de sancionarlo, aunque sea demasiado tarde– fue porque tenía que vérselas con un jurado popular. Y sabía que, para un jurado popular, el efecto pasional de una obscenamente construida imagen de supuesta perversidad sexual arrogante, era vía más directa a la condena que cualquier prueba.
Así fue. Sólo un segundo crimen ha impedido el peor crimen: el del Estado contra el derecho de un ciudadano, de una ciudadana. Así fue: un linchamiento apenas maquillado. Así seguirá siendo mientras esa abominación llamada jurado popular siga existiendo. Nadie, absolutamente nadie, que sea juzgado por uno de esos jurados puede aguardar justicia. Sólo barbarie, más o menos sopesada.
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