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José María Marco

Españoles, polacos y viejos europeos

Los temas europeos suelen esotéricos, difíciles de entender y profundamente aburridos. En cambio, la discusión del nuevo reparto de poder en la UE ha resultado bastante entretenida. ¿A qué se debe esa novedad?

En primer lugar, a la introducción de una palabra mágica como es la de Constitución. Como es sabido, el francés Valéry Giscard d’Estaing ha presidido durante algún tiempo una llamada “convención”, es decir una reunión de políticos, profesores y burócratas que han elaborado lo que llaman una “Constitución” para Europa. Estos señores (había pocas mujeres, siguiendo la muy machista tradición francesa) escucharon las propuestas de Giscard. Giscard le dio unos minutos a cada uno para hablar, y así alcanzaron lo que llaman un consenso sobre el texto que ahora se discute.

El borrador no es una constitución de verdad. Es una recopilación de códigos previamente existentes. En ese sentido, no añade ni quita nada sustancial. Podría haber salido más barata, pero, como The Financial Times dijo en su día, había que pagarle su egotrip a Valéry. Con nuestros impuestos.

Claro que el egotrip de Giscard y su disciplinada hueste de políticos, profesores y burócratas no iban a contentarse sólo con un nuevo canon legislativo. Esta gente siempre quiere más. Así que se han permitido algunas licencias. Han introducido la “excepción cultural francesa”, que ahora forma parte de la llamada Constitución europea y que por lo visto, tendremos que respaldar con nuestros votos. (Efectivamente, nos están pidiendo cosas muy difíciles.) Giscard y sus eurofuncionarios también se han autoproclamado los sacerdotes salvadores de la esencia laica de Europa, como si Giscard y la Europa que Giscard representa tuviera alguna convicción o mantuviera alguna clase de valores. Y, ya que estaban, han cambiado las reglas de poder en la Unión.

Esta es la segunda razón por la que la actual discusión tiene interés. El cambio en el equilibrio del poder se debe, según sus partidarios, a la ampliación de la Unión, que integra ya, en la práctica, 25 países. El nuevo reparto tendría en cuenta esta novedad y también introduciría criterios más democráticos para la toma de decisiones, porque reparte el poder según criterios demográficos, y no de países o de Estados.

Es cierto, pero el argumento contrario también es digno de ser tenido en cuenta. Desde esta perspectiva, el Parlamento es la institución encargada de representar a los ciudadanos y asegura la democracia en la UE. La Comisión, en cambio, representa a los Estados (a los gobiernos, por tanto), y no puede ser medida con el mismo rasero. Quienes mantienen esta posición arguyen, no sin razón, que si se mantiene el equilibrio de poder tal como lo han diseñado Giscard y sus muchachos, dos países grandes pueden bloquear cualquier decisión que afecte a todos los ciudadanos de la UE. Esos dos países son, de hecho, Francia y Alemania.

En otras palabras, Giscard y sus muchachos habrían conseguido lo que se ha venido fraguando por otro lado durante todos estos meses: la consolidación de un eje franco-alemán hegemónico en Europa. Los otros países grandes, es decir Gran Bretaña e Italia, no tienen posiciones del todo definidas, pero como el proyecto no les perjudica, no tienen grandes incentivos para intervenir en la discusión. Bien es verdad que los ingleses no son muy entusiastas de la euroburocracia tan bien representada por los muchachos de Giscard. Junto con Irlanda, quiere reservarse el derecho de veto en temas sociales o fiscales.

Los países medianos, sobre todo los españoles y los polacos, sí tienen fuertes incentivos para oponerse al borrador. España y Polonia comparten muchas cosas. Son dos países de tamaño medio, católicos, con un recuerdo reciente de lo que es la falta de libertad. También son dos potencias culturales. España lo es más global que Polonia, pero sin la fidelidad a su propia cultura, Polonia no existiría en el mapa.

En los círculos burocráticos europeos se habla de Polonia como una nueva España. No es un elogio, como parecería natural que fuese. Es una expresión de recelo, con algún matiz de desprecio. Polonia amenaza con ser otra democracia joven, que requiere la solidaridad de los más ricos, y dispuesta a jugar fuerte sus bazas. Una molestia, vamos. Sobre todo cuando, como ocurre en el borrador constitucional, se les quita el poder que antes habían conseguido.

Para más complicación, los países pequeños, que parecían resignados a la nueva situación, no lo están tanto. La nueva Comisión tiene sólo 15 miembros, cuando hay 25 países representados. Los austriacos hacen frente común con los finlandeses y pueden aglutinar un nuevo frente incómodo para las dos grandes potencias.

En resumen: un texto supuestamente pensado para la nueva Unión parece, más que nada, un intento por salvar la vieja.

Finalmente, están los criterios ideológicos, que también cuentan en todo este asunto. Este es el tercer punto que le da a esta discusión más interés que en otras ocasiones. Y es que la izquierda, en general, tiende a apoyar a la vieja Europa, es decir al eje franco-alemán. Las razones son muy variadas. Sustancialmente, se resumen en dos. Francia y Alemania representan la antigua voluntad de construir una potencia relativamente independiente del eje atlántico. También simbolizan, en buena medida, la supervivencia de un modelo político-económico estatalista, intervencionista y poco amante de la libertad civil y de la autonomía de los individuos. Que no funcione es lo de menos. Lo que cuenta es el espíritu que representa.

Así es como los socialistas, en particular los españoles, han llegado a preconizar la derrota de las posiciones del gobierno español, que representa bien los intereses del conjunto de los españoles. También apoyan una concepción de la Unión Europea que se parece mucho a un club de países ricos y, hoy en día, decadentes. Es el resultado lógico de la trayectoria del socialismo europeo, fiel aliado en esto de una derecha que nunca ha confiado en la libertad: empeñarse en la defensa de los privilegios a costa de la prosperidad general.

Por el momento, Giscard ha abierto el fuego con un órdago: amenazado a los países que no acepten el borrador –a los que se porten mal, como dijo Chirac– con la salida de la Unión.

Como ven, no es difícil entender por qué esta discusión está resultando más entretenida que otras veces.


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