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EDITORIAL

Ocho años no valen una vida

El indicador más fiable del grado de civilización de una sociedad ha sido tradicionalmente el valor que se atribuye a la vida humana. Evidentemente, cuanto más civilizado es un pueblo, mayor debe ser el respeto y el valor que se concede a la vida, a cualquier vida humana, se trate de quien se trate. Sin embargo, en todo el mundo occidental, especialmente en Europa, existe una perversa tendencia a identificar el grado de civilización de una sociedad con la graduación de las penas que se aplican a quienes atentan contra la vida de sus semejantes. De tal forma que, a ojos de la progresía jurídica, cuanto más blandas son las penas aplicadas a los asesinos, más “justa” y “civilizada” es esa sociedad y su sistema penitenciario, pues lo que realmente importa no es tanto el valor de la vida arrebatada sino la “rehabilitación” del asesino.

Ni qué decir tiene que el resultado final de esta hipersensibilidad hacia el bienestar y la “rehabilitación” del criminal redunda precisamente en la devaluación de la vida humana: cuanto más bajo es el coste que hay que pagar por segar una vida, menos reparos tienen en suprimirla los criminales, quienes habitualmente carecen de frenos morales que les impidan causar daño deliberadamente a otras personas. Y uno de los frutos podridos de esa “hipersensibilidad” es la Ley del Menor. Como ya se esperaba, el Juzgado de Menores ha condenado a los asesinos de Sandra Palo a la máxima pena que contempla la Ley del Menor por los delitos que cometieron: ocho años de internamiento para los mayores de 17 años y cuatro para el que tenía 14 años cuando cometieron el horrible crimen. Sandra Palo fue violada, atropellada hasta catorce veces y quemada viva. Si los asesinos hubieran sido mayores de dieciocho años, las condenas podrían haber oscilado entre los 25 y 30 años por los delitos de violación y asesinato con ensañamiento.

La evidente desproporción entre el régimen de internamiento y las penas aplicadas a los criminales mayores de edad –ya de por sí livianas si se atiende a la gravedad de los delitos y, sobre todo, a los beneficios penitenciarios que se aplican con posterioridad– respecto a las que se aplican a los menores culpables de los mismos delitos es, además de una cruel burla a las víctimas y sus familiares, un poderoso incentivo a la delincuencia juvenil. No es casualidad que desde que se empezaron a rebajar las penas y las condiciones de internamiento de los menores delincuentes, la cifra de delitos que éstos cometen ha aumentado sensiblemente. Y, además, por muy autorizadas que sean las opiniones de los psiquiatras, los pedagogos y, especialmente, la del Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, cuesta trabajo creer que ocho años de internamiento en condiciones muchas veces más livianas que los clásicos internados de estudiantes tengan algún efecto positivo de cara a la rehabilitación de unos individuos que, a pesar de su temprana edad, cuentan con un abultado “curriculum” criminal. Aunque quizá la prueba más elocuente del fracaso del planteamiento “rehabilitador” sea que el mayor de los cuatro asesinos, que apenas había cumplido 18 años, violó, atropelló y quemó viva Sandra mientras disfrutaba de un permiso penitenciario del reformatorio de Valladolid donde se hallaba cumpliendo condena por otros delitos.

Como ha dicho la madre de la víctima tras conocer la sentencia, “ocho años de internamiento y cinco de libertad vigilada no es lo que vale una persona, y menos un hijo, que es lo que más valoras en este mundo”. Ni qué decir tiene que esta es la opinión abrumadoramente mayoritaria de los españoles, quienes no acaban de comprender, por muy justificado que esté desde el punto de vista de los “expertos” y de los legisladores, que la Ley ponga un precio tan bajo a la vida humana... “en interés del menor”.


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