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EDITORIAL

Bolivia, víctima de la antiglobalización

Para los casi nueve millones de habitantes de Bolivia, el segundo país más pobre del ya deprimido continente iberoamericano, con una renta per cápita que no llega a los 1.000 dólares anuales, las ingentes reservas de gas descubiertas hace unos pocos años (las segundas de América tras Venezuela) prometían ser una poderosa palanca que ayudase al país andino a salir del subdesarrollo. Los ingresos anuales que el Estado boliviano iba a percibir del consorcio Pacific LNG –formado por Repsol YPF, British Gas y Panamerican Energy– al que el anterior presidente, Hubo Banzer, había concedido la extracción de 30 millones de metros cúbicos anuales durante 20 años, iban a ascender a 600 millones de dólares anuales a partir de 2005.

Es decir, la exportación del gas a México y California iba a suponer para cada boliviano unos 70 dólares anuales, o lo que es lo mismo, un incremento directo de casi el 8 por ciento en la renta per cápita del país. A lo que habría que añadir la creación de 10.000 empleos directos y 30.000 indirectos que, a su vez, contribuirían notablemente al crecimiento de la economía boliviana. Además, las extracciones de Pacific LNG durante 20 años apenas iban a suponer un 14 por ciento de las reservas conocidas, las cuales, al ritmo de consumo anual de gas en Bolivia, durarían al menos catorce siglos; por lo que ni siquiera podía hablarse de un hipotético “saqueo” de recursos naturales. En resumidas cuentas, Bolivia había recibido una bendición del cielo –o más propiamente, del subsuelo–, y lo único que tenía que decidir es a través de qué puerto, peruano o chileno, iba a exportarse el gas, pues la construcción del gasoducto también corría por cuenta de Pacific LNG.

Sin embargo, el mal endémico de Iberoamérica, el populismo y la demagogia de izquierdas, se ha cruzado una vez más en el camino de Bolivia hacia el progreso. Los “misioneros” de la antiglobalización –entre los que no escasean auténticos misioneros católicos afectos a la Teología de la Liberación– llevan largos años predicando el socialismo, el odio de clase y el rechazo al capitalismo entre la población campesina indígena boliviana (el 50 por ciento del país), a la que han hecho creer la manida patraña, tan en boga en la progresía de salón del Primer Mundo, de que las multinacionales son la principal causa de la pobreza del Tercer Mundo, al que despojan de sus recursos naturales a cambio de “unas pocas cuentas de vidrio”.

Estas prédicas incendiarias han logrado aglutinar los diversos grupos indígenas, tradicionalmente divididos y enfrentados entre sí, en contra de la globalización y el progreso. Primero fue la “guerra del agua” en abril de 2000, en el marco de las privatizaciones de empresas públicas iniciadas en 1995, que se saldó con la retirada de la empresa adjudicataria, presionada por las algaradas convocadas bajo el lema de que el agua es un “bien social”, y no “una mercancía”. Y ahora la “guerra del gas”, iniciada hace un mes por grupos indígenas del lago Titicaca con cortes de carreteras y graves disturbios que mantuvieron cerrada durante varios días las rutas de comunicación con Perú. A este motín sedicioso se unieron las centrales sindicales y el Movimiento al Socialismo de Evo Morales, quien ha logrado aglutinar la oposición al ya ex presidente boliviano, Gonzalo Sánchez de Lozada, quien tuvo que dimitir después de perder el apoyo del ala izquierda de su gobierno. Sobre todo el de su vicepresidente, Carlos Mesa, que sustituirá a Lozada con un programa calcado de las reivindicaciones de Evo Morales y sus aliados: no exportar el gas a EEUU y México, revisar todas las privatizaciones acometidas desde 1995 y, esto es lo más importante, convocar una asamblea constituyente para cambiar el modelo político de Bolivia, muy probablemente en el mismo sentido que Venezuela y Ecuador.

Es evidente que Evo Morales y los líderes indígenas, en el más puro estilo leninista, han aprovechado el descontento de una parte de la población para dar un golpe de estado en la calle a un gobierno legítimo, elegido democráticamente, que ha sido incapaz de emplear la fuerza contra una minoría bien organizada y con una fuerte voluntad de poder. Es la misma triste historia de Cuba, Nicaragua o El Salvador. Aunque con una diferencia: esta vez, el modelo revolucionario no es el de Castro en la selva con el fusil en la mano, sino el de Allende en Chile, reeditado por Chávez en Venezuela y por Lucio Gutiérrez en Ecuador. Se trata de utilizar las instituciones democráticas, en combinación con la presión de grupos violentos organizados, para implantar una dictadura de corte socialista con apariencia de régimen democrático. No es difícil predecir cuáles serán las consecuencias para las libertades democráticas y para la economía de esta vía si se observa el ejemplo de Venezuela. Como anunció Lozada, este golpe de estado callejero supondrá casi con toda probabilidad la liquidación de la democracia en Bolivia. Y Chávez y Lucio Gutiérrez –junto con el aparentemente moderado “Lula” da Silva e incluso Kirchner en Argentina– tendrán un nuevo aliado para su objetivo de crear una especie de OPEP iberoamericana que “ponga de rodillas” a las multinacionales y al “imperialismo yanqui”. Precisamente el sueño dorado de Castro.


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