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Lucrecio

El envite de la guerra

La guerra empezó el 11 de septiembre de 2001. Como empezó la anterior guerra mundial, la llamada Guerra Fría, hacia 1948. La fría duró cuarenta años. La guerra de religión que se inició con el ataque masivo contra Nueva York puede ser más larga. Porque, al lado de las dimensiones y grado de barbarie del Islam en ofensiva santa, fascismo y stalinismo son apenas anécdotas efímeras.
 
La primera batalla contra esa ofensiva mundial se dio en Afaganistán. La segunda en Irak. Ambas tuvieron éxito. Y ambas quedaron sin cerrar. Por necesidad, no por defecto. Porque es característico de una guerra de religión el no poder cerrarse nunca sobre un espacio nacional, el tener que ir acotando –y blindando– zonas de control a la espera de la destrucción institucional y financiera de la red mundial sobre la cual los movimientos nacionales se sostienen.
 
En Irak, algo esencial se ha conseguido. Infinitamente más importante que lo logrado en Afganistán. En las montañas de Tora-Bora, las tropas estadounidenses lograron desarticular lo más inmediato: los campamentos de entrenamiento que garantizaban la retaguardia de los comandos de Al Qaida. Pero Al Qaida no es más que una de las unidades combatientes de la red islámica. La más espectacular, merced al prestigio que el golpe de Nueva York le ha proporcionado; pero puede que, a largo plazo, no la más operativa. Basta con analizar la estructura militar y el armamamento del Hezbolah, estructurado a escala mundial por los servicios de inteligencia iraníes, para hacerse una idea de la entidad del juego militar aún en fase de despliegue.
 
La trascendencia de lo que está en juego en Irak va mucho más allá de lo militar. Situado en el corazón de la verdadera fuente financiera del difuso ejército mundial islamista, el petrolífero Golfo Arábico, Irak es el punto de cruce de todos los juegos de poder en el Cercano Oriente, que son hoy el epicentro de la nueva guerra mundial. Una guerra que sólo podrá ser cerrada bajo dos condiciones: a) la liquidación de las dictaduras islámicas resultantes del cruce entre la estúpida política poscolonial europea y la estrategias más perversas de la Guerra Fría; b) la reducción del Islam a un monoteísmo más, sin pretensión de guía política.
 
Un régimen convencionalmente aconfesional y capitalista en Irak generaría un punto de quiebra en la homogeneidad dictatorial e islamista en el centro de gravedad de la producción energética mundial. El efecto dominó que debería ejercer en los abominables –y peligrosísimos– emiratos y en la infumable Arabia Saudí –verdadera financiadora del terrorismo mundial– serían la condición sine qua non para la derrota de un islamismo que, de no producirse esa dinámica, tendría, a largo plazo, todas las bazas para desestabilizar política y económicamente el sistema mundial de correlaciones de fuerza.
 
Nada hay de extraño, pues, en que todo el potencial terrorista islamista se concentre en Irak. Tratando de explotar un efecto de desmoralización fuertemente anclado en las pusilánimes sociedades democráticas, y, muy en especial, en las europeas.
 
En el punto en el cual están las cosas, sólo caben dos opciones: ganar la guerra o perderla. Y ganarla, pagando el coste que toda guerra de esa envergadura impone: en hombres como en dinero. O perderla. Abandonar. Y aceptar la mayor regresión, social como política, moral como económica, de la historia.
 
La guerra empezó el 11 de septiembre del año 2001. Las dos primeras campañas de respuesta han sido victoriosas. Pero esta guerra sólo ha empezado.

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