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Federico Jiménez Losantos

Hasta las grandes estrellas necesitan guión

La extravagante ceremonia fotoperiodística que sucedió a la petición de mano de Leticia Ortiz como futura Princesa de Asturias ha provocado o ha servido de excusa para que muchos medios duden acerca de la idoneidad de la elegida por el corazón del Heredero de la Corona. Sin embargo, en el caso de que el corazón tenga responsabilidad en sus elecciones, cosa difícilmente argumentable por la propia naturaleza de la víscera cordial, no parece justo que se cargue en la exclusiva responsabilidad de Leticia Ortiz un comportamiento no sólo desusado en cualquier otra ceremonia similar en España o cualquier monarquía del mismo género constitucional, sino en cualquier acto público donde participen los Reyes, cuya desolada expresión en no pocos momentos del acto era simple trasunto de su desairada situación en ciertos trances realmente inconcebibles en una Casa Real con la tradición protocolaria y las responsabilidades organizativas que viene asumiendo desde hace un cuarto de siglo.
 
Por decirlo rápidamente, lo que falló estrepitosamente en ese acto ante centenares de periodistas que lo transmitieron a millones de personas de todo el mundo, pero fundamentalmente a todos los españoles, no fue la prometida del Príncipe, aunque su comportamiento, a fuer de espontáneo, resultara verdaderamente extravagante en algunos momentos. Lo asombroso es que se permita esa espontaneidad irreflexiva a una persona sin la menor noción del protocolo, del previsible comportamiento y de las razonables costumbres que deben significar públicamente a la futura Reina de España. Es increíble que entre la Casa del Rey y la Casa del Príncipe —si en este caso caben distingos— no fueran capaces de haber coordinado un mínimo programa del acto. Es bochornoso que los Reyes estuvieran esperando durante minutos en la parte de atrás del patio de El Pardo mientras el Príncipe y su prometida parloteaban incansablemente con los periodistas sin que nadie les advirtiera del desaire involuntario que les infligían. Es sencillamente indignante que la futura Princesa de Asturias se considere todavía como una integrante más de la plantilla de Televisión Española, sin que nadie en la Zarzuela ni en la Moncloa le haya explicado que sus obligaciones para con la Corona y la Nación hacen incompatible cualquier relación, colaboración, complicidad, identificación o trato de favor con una empresa de comunicación que no sólo supone una carísima dependencia publicitaria gubernamental que acarrea una onerosísima carga de un billón de pesetas al bolsillo de los ciudadanos sino que compite diariamente con otras empresas de telecomunicación en audiencia e ingresos, y que lo estaba haciendo en la retransmisión de ese mismo acto. Aunque esa competencia de RTVE con otros medios siga siendo escandalosamente desleal, correspondería a la prometida del Príncipe disimularla y no, como hizo con asombrosa ingenuidad, subrayarla hasta extremos que en otros momento u ocasión consideraríamos ofensivos para la sensibilidad ciudadana.

A la precipitación del anuncio del compromiso nupcial le ha sucedido una sorprendente indecisión en la fecha de la boda, lo cual no sólo acredita la férrea voluntad matrimonial del Príncipe, hecho que por muy esperado nos congratula, sino la falta de comunicación que con las instancias oficiales encargadas de organizar un evento de esa magnitud debería tener y, evidentemente, no tiene. Una vez anunciada la boda y aceptada —de mejor o peor grado— por todo el mundo, es responsabilidad de la Corona (y por tal debemos entender no sólo a los Reyes y a la Familia Real, sino a los órganos representativos de la soberanía nacional que garantizan el funcionamiento de la Monarquía Parlamentaria) la adecuación de las muchas y delicadas circunstancias que concurren en los preparativos y desarrollo de una boda que es algo más que una boda, aunque algunos no se hayan enterado u otros no quieran enterarse. Mucho se ha hablado, a propósito del acto de El Pardo, de la preocupación de Leticia Ortiz por las cámaras, como podría suponerse, e incluso temerse, en quien hasta su compromiso era una estrella de la televisión. Pero tanto en la grande como en la pequeña pantalla, todas las grandes estrellas necesitan guión. Y esto es lo que está faltando en esta improvisada producción audiovisual en que algunos están convirtiendo la boda del Príncipe: un guión inteligente. A veces, simplemente, un guión.

 

 

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