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EDITORIAL

Gallardón, y el precio de su ambición

Para el votante medio del PP, Alberto Ruiz Gallardón siempre ha sido un mal menor en comparación con un gobierno de izquierdas. Un mal menor porque al madrileño que vota al PP –ni a muchos de los que votan al PSOE– no le hacen ninguna gracia los flirteos de Gallardón con las políticas “progresistas”: parejas de hecho, adopción de hijos por homosexuales, “ley seca” a las diez de la noche, “céntimo sanitario”, Defensor del menor, etc. Ni tampoco le agrada la crónica necesidad de legitimación de la izquierda que padece el actual alcalde de Madrid, quien probablemente valora mucho más un espaldarazo de alguno de los artistas comprometidos con el “no a la guerra” que cualquier felicitación por parte de sus compañeros de partido o de sus electores. Si los madrileños le votaron mayoritariamente, no fue por su glamour progresista sino, sobre todo, por la radicalización que la izquierda exhibió con el pretexto de la guerra de Irak.
 
Pero, paradójicamente, y aun a pesar de las gruesas capas de maquillaje políticamente correcto que se aplica sin cesar, Gallardón representa en realidad a la vieja derecha de antes de la caída del muro de Berlín, que competía con la socialdemocracia en estatismo, paternalismo, populismo e intervencionismo –un modelo ya agotado, como prueban los casos de Alemania y Francia. A esto se une su desaforada ambición por llegar algún día a La Moncloa, empleando el único método que, según parece, conoce: conseguir que se hable de él constantemente –aunque sea mal–, buscando de forma sistemática el protagonismo; robándolo, si es preciso, a quienes en justicia les pueda corresponder.
 
Por ello, después de fingir arrepentimiento por sus excesos pasados, del “destierro” al ayuntamiento de Madrid bajo la vigilancia de la esposa de Aznar –ahora convertida en rehén–, Gallardón quiere hacer su trampolín político hacia la jefatura del partido y la candidatura a La Moncloa –emulando a Chirac, con quien comparte no pocos perfiles políticos– tras haber sido postergado en la sucesión. Confiado en el mito de su tirón electoral –una falacia que sólo puede mantenerse gracias a las listas cerradas y que, incomprensiblemente, todavía sigue creyendo buena parte de la plana mayor del PP–, Gallardón ha emprendido una carrera de fondo, a largo plazo, por la sucesión de Rajoy, en espera de su oportunidad. Y, al igual que los pretores y los procónsules romanos de la época republicana, que esquilmaban las provincias que se les encomendaban para ganar peso e influencia política en Roma, parece que Gallardón pretende esquilmar a los madrileños para convertir la ciudad en un gigantesco escaparate donde exhibir sus logros y capacidades a base de faraónicas y onerosas obras públicas de muy dudosa perentoriedad.
 
Pero la capital de España –uno de los graneros de votos más importantes del PP– no es ningún territorio conquistado, ni tampoco los madrileños –especialmente los votantes del PP– cautivos y humildes súbditos obligados a acatar por siempre lo que tengan a bien disponer en provecho propio el procónsul y su séquito. Porque, además de las subidas de impuestos municipales –nunca contempladas en el programa de Gallardón–, quizá lo que peor llevan los madrileños –Álvarez del Manzano tuvo ocasión de comprobarlo– es que la policía municipal y la grúa se conviertan en recaudadores de un impuesto de circulación extra más o menos aleatorio. En un alarde de previsión digno del José bíblico, Gallardón ya sabe que los madrileños cometerán el doble de infracciones de tráfico en 2004 –saldrán a una media de tres cada uno por año–, las cuales proporcionarán al consistorio cerca de 50 millones de euros. Asimismo, los “servicios” de la grúa municipal pasarán de costar 84,14 euros –ya una de las tasas más caras de España– a 130 euros. Y, por si fuera poco, los nuevos parquímetros se extenderán a zonas de la ciudad donde jamás han existido problemas de tráfico.
 
Si este es el precio que los votantes del PP deben pagar por evitar un alcalde de izquierdas, puede que muchos acaben cambiando de opinión acerca de cuál es en realidad el “mal menor”. Y cabe la posibilidad de que no pocos de ellos lo muestren precisamente en el momento más inoportuno para Rajoy –quien calla, otorga–: en las Elecciones Generales de marzo.

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