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Es difícil mantener la esperanza en Cataluña cuando uno no es nacionalista, y casi imposible no sentirse insultado todos los días por quienes controlan el poder político y la cultura. El nacionalismo ha venido sembrando meticulosa e incansablemente el resentimiento y la mentira desde los ámbitos que controla, que son casi todos, incluidas las ediciones catalanas de la prensa nacional, que deben sufrir una singular modalidad del síndrome de Estocolmo. Ya no se trata sólo de que la vida oficial catalana sea siempre en catalán, pues en ese idioma, que es de todos, los catalanes no nacionalistas también sabemos discrepar; es que prácticamente no hay vida pública que no sea en clave de reivindicación victimista, de agravio del supuesto agraviado.
 
Y sin embargo el PP obtuvo ochocientos mil votos en las generales. Y sin embargo surgen iniciativas desde la izquierda como el Manifiesto por la Tolerancia de Boadella, Espada, Nart, Tubau y otros, que este medio reproduce. Afirmar que “la condición de ciudadano no la otorga una determinada identidad cultural y lingüística” o que “son representantes de los ciudadanos de Cataluña tanto los pertenecientes a partidos políticos de ámbito catalán como estatal” resulta de una vana obviedad en toda España menos en el País Vasco y Cataluña, donde aún estamos luchando por lo obvio. Y que no me vengan con la inconveniencia de comparar los dos territorios. En primer lugar, comparo lo que me da la gana; en segundo lugar, ¿desde cuándo la renuncia del adversario al terrorismo —caso catalán— blinda sus fundamentos ideológicos? La mayoría de nosotros no tenemos que renunciar al terrorismo porque nunca lo hemos practicado. Sería aberrante concluir que ello nos pone en desventaja, por ejemplo, ante el partido que acogió a Terra Lliure. Por otra parte, no sólo las juventudes de ERC sino en muchas ocasiones las de Convergència, llevan la presión personal y el insulto hasta extremos intolerables. Los onces de septiembre son auténticas exhibiciones de amenaza e intimidación del discrepante.
 
Otros se lían la manta a la cabeza preferentemente cuando llegan elecciones, y colocan a centenares de miles de conciudadanos la etiqueta de “anticatalanes”. Así lo hace otro manifiesto, que firman Joan Manuel Serrat, Lluís Llach y adláteres. Una nueva demostración de la facilidad con que los grandes artistas se pueden deslizar por el tobogán de la abyección. Me repugnan las batallitas, pero no puedo evitar recordar el esfuerzo que me costó en el año 1976 que Llach hiciera una casi imperceptible referencia en un concierto a la presencia de una columna de la prohibida Marxa de la Llibertat, donde un puñado de adolescentes nos jugábamos el tipo a cambio de nada por la autonomía de Cataluña. ¡Qué suerte tienen Serrat y Llach, y tantos otros, a quienes siempre les ha resultado rentable la rebeldía!
 
Debo de ser un ingenuo o un imbécil, porque, contra todo pronóstico, sigo manteniendo la esperanza de que a nuestros no solicitados guías ideológicos, y a todos los que se consideran autorizados para expedir certificados de catalanidad, se les atraganten los resultados electorales. O al menos sus consecuencias.

 

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