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Turquía, el modelo a destruir

Turquía es un estado islámico atípico. Desde su refundación por Ataturk ha tenido como objetivo estratégico su modernización política y económica, haciendo compatible su cultura musulmana con una progresiva occidentalización. Con indudables dificultades, no se puede pasar de un estadio a otro sin una prolongada transición, Turquía no ha dejado de acercarse a nosotros ni ha cejado en su petición de ser aceptado como uno más.
 
Tras la constitución del estado de Israel las comunidades judías establecidas en estados musulmanes comenzaron a sufrir persecución. Tras siglos de convivencia, la gran mayoría de los hebreos, sionistas o no, tuvo que abandonar sus domicilios y negocios y emigrar hacia Israel u otros destinos. Turquía volvió a ser la excepción. La antiquísima comunidad sefardita continuó desarrollando su vida con normalidad.
 
Los sucesivos gobiernos turcos mantuvieron con Israel una relación bien distinta de la seguida por los estados que conforman el Islam. La preocupación común por el terrorismo —palestino en un caso, kurdo en otro— llevó a ambos estados a profundizar en su relación hasta establecer una alianza estratégica de enorme interés. Un acuerdo que ha sido respetado por el actual gobierno islamista turco.
 
Todo ello ha supuesto una provocación para una parte importante de los musulmanes y, muy en especial, para los islamistas radicales. Mahatir, el dirigente saliente de Malasia, lo explicaba con meridiana claridad hace pocos días: Occidente está controlado por los judíos. Más aún que el Imperio Norteamericano son los judíos los máximos exponentes de ese Occidente corrupto y degenerado que amenaza la pureza del Islam y lo contamina con regímenes laizantes, vasallos de sus intereses materiales. La vocación europea de la sociedad turca, su sistema democrático, la moderación de sus fuerzas islamistas, su continua colaboración con Estados Unidos exigían una acción ejemplar: dos sinagogas atacadas con coches bomba que han producido un alto número de muertos y heridos, la mayor parte de ellos turcos que no pertenecen a la comunidad judía.
 
Cuando en Madrid tenemos la oportunidad de contemplar una exposición sobre los sefarditas en el norte de Marruecos, testimonio de su desaparición y establecimiento en España y Francia, nuevas presiones aparecen en el otro extremo de Mediterráneo para acabar con su presencia en tierras del Islam.

Turquía, gozne entre dos civilizaciones, tiene ante sí un futuro complicado. A la crisis de identidad que los procesos de modernización acelerados producen entre la población y los retos políticos, económicos y sociales a los que se viene enfrentando, tendrá que sumar el rechazo de una parte de Europa a su incorporación —las impertinencias de Giscard no serán las últimas— y la presión que va a sufrir por parte del islamismo radical. Occidente se juega mucho en Turquía. Si, como Bush recordaba en su reciente discurso en el National Endowment por Peace, de lo que se trata es de transformar esa región en un conjunto de democracias, única garantía para la paz y la estabilidad, Turquía está llamada a ser la punta de lanza, el modelo a seguir. Razón más que suficiente para que los islamistas la conviertan en objetivo prioritario.

 

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