El corrimiento del espectro político catalán hacia el nacionalismo radical secesionista no se ha producido por casualidad. Como indicábamos en el anterior editorial, han sido necesarias dos largas décadas de adoctrinamiento político nacionalista través de la Administración, la educación, la cultura y los medios de comunicación. Y, naturalmente, el principal artífice de la situación actual es Pujol, quien ha creado una autonomía a la medida de su persona y de su partido, sacando provecho de las debilidades y de la ingenuidad de los gobiernos nacionales. El caldo de cultivo ya existía, y el plan Ibarretxe ha actuado de catalizador de esa explosión de "revisionismo" constitucional siempre latente en el mundo nacionalista. Quizá una de las notas más destacables de la jornada electoral de ayer, aparte del ruidoso fracaso de las encuestas a pie de urna, sea, precisamente, que el lehendakari ha felicitado personalmente a Carod Rovira.
Sin embargo, al PSC le corresponde una cuota de responsabilidad apenas inferior a la de CiU. No es exagerado decir que, durante veinticinco años, el partido de Maragall ha traicionado sistemáticamente a su base electoral –emigrantes e hijos de emigrantes castellanohablantes y, ni qué decir tiene, originalmente no nacionalistas–, encogiéndose de hombros o respaldando abiertamente las políticas de inmersión cultural nacionalista practicadas por los gobiernos de Pujol. El resultado inevitable es que, alcanzada la mayoría de edad, una gran parte de los hijos de los emigrantes educados en una visión deformada y antiespañola de la historia de Cataluña, votan en consecuencia con los principios que les han sido inculcados. Y sus padres, optan por la abstención.
Las municipales de mayo fueron el primer aviso para el PSC de que su base electoral estaba adelgazando alarmantemente en beneficio de la de ERC, precisamente en los feudos habituales del socialismo: las localidades del cinturón industrial de Barcelona, que han repetido el esquema del 25-M. Y lo mismo cabría decir de CiU, que también ha sufrido electoralmente las consecuencias de sus propuestas políticas; si bien hay que decir que esas consecuencias eran deseadas al menos en parte, pues el objetivo de CiU desde la transición no ha sido otro que el de crear una mayoría social nacionalista con el horizonte de la secesión de facto. Tanto el PSC como CiU pierden diez escaños respecto a 1999. Pero, sin lugar a dudas, el fracaso del PSC, que partía como favorito, ha sido realmente estrepitoso: aunque los resultados le colocan como el primer partido en votos –eso sí, por una diferencia de apenas 8.000–, la distancia que le separa de CiU sigue siendo de cuatro escaños, aun a pesar de la retirada de Pujol y del desgaste inherente a veintitrés años de gobierno..
Maragall, quien observó cómo Artur Mas se colocaba en el espacio político de la antigua Esquerra, a rebufo de Ibarretxe, quiso ocupar el lugar que dejaba libre CiU, apostando por una versión sui generis de la posición que siempre defendió Pujol –la ambigüedad permanente respecto del modelo de Estado–, cuya herencia política asumió casi de forma íntegra. En otras palabras, quiso ocupar la posición "equidistante" entre el PP y ERC. Pero en lugar de ganar el "centro", Maragall ha perdido diez escaños que han ido a parar a los "extremos": principalmente a ERC y a IC (con la que concurrió en coalición en Gerona, Tarragona y Lérida en 1999), que multiplican por dos y por tres, respectivamente, su representación parlamentaria. En cuanto a CiU, ha perdido sus "extremos" en beneficio del ERC y del PPC de Piqué, que cumple el objetivo de mejorar el resultado de Alberto Fernández.
Este nuevo fracaso de Maragall, que se une al de Madrid y al de las municipales del 25 de mayo, puede ser el golpe de gracia para Zapatero, quien anunció a bombo y platillo que, primero Madrid, y después Cataluña, serían las llaves que le abrirían las puestas de La Moncloa. Porque, sea cual sea el futuro gobierno de Cataluña, el PSOE quedará tocado: Si ERC se alía con CiU –la opción más probable– para formar una mayoría nacionalista radical, se habrá consumado el fracaso, quizá definitivo, de Maragall en la política catalana, así como el fiasco de la estrategia de acercamiento de Zapatero a los nacionalistas vascos y catalanes. Y si Maragall quiere formar gobierno, sólo podrá hacerlo pagando un exorbitado peaje a ERC: tendrá que cederle a Carod Rovira, bien la presidencia de la Generalitat o bien la jefatura del Ejecutivo catalán encarnada por el conseller en cap. Una posibilidad que, sin lugar a dudas, dejaría en muy mal lugar a Zapatero ante los barones del PSOE –Rodríguez Ibarra llegó a pedirle a Aznar que no cumpliera su promesa de retirada cuando España está en peligro– y, sobre todo ante sus votantes del resto de España.
Indudablemente, el fracaso de la operación de acercamiento del PSOE a los nacionalismos favorece al PP en las próximas generales, pues Rajoy partirá de una situación mucho más cómoda para revalidar la mayoría absoluta. Pero sea cual sea el futuro gobierno central, tendrá que lidiar con un segundo frente separatista calcado del de Ibarretxe. Con la única diferencia de que en Cataluña los no nacionalistas –al parecer ya sólo quedan los del PP–, que sufren la misma exclusión social y política que sus homólogos vascos del PP y del PSE, no están amenazados de muerte. Quizá la experiencia catalana sirva para que en el PSOE –también en el PP, al que hay que reprocharle su reiterada falta de ambición en Cataluña– aprendan de una vez la lección fundamental de la política española: los nacionalistas nunca se contentarán con otra cosa que no sea la secesión. Y entre el original y el sucedáneo, siempre optarán por el primero.