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Víctor Gago

En buena compañía

La especie de que CC (Coalición Canaria) representa un nacionalismo moderado, responsable y leal a la Constitución ha vuelto a imponerse con ocasión de la VIII Asamblea de la Federación de Municipios. El aparente apoyo de los alcaldes insularistas al PP ha proyectado, una vez más, la imagen de que no todos los nacionalismos son iguales. Se puede anteponer los intereses locales y servir, al mismo tiempo, a la política de Estado; exaltar la diferencia histórica para enriquecer la historia común; ser nativos sin ser provincianos.
 
Ese programa constructivo y sensato de hacer patrias compatibles es lo que las referencias a CC (planas y perezosas, en general) nos vienen presentando. La crónica de la última escaramuza con los nacionalistas y sus aliados coyunturales o descoyuntados (socialistas y comunistas), presenta a los insularistas canarios como única compañía del PP en su llamada a los munícipes para que pidan la retirada del Plan separatista del PNV y proclamen su lealtad a la Constitución.
 
Nada tan inexacto como esa fotografía de CC comprometida con el único partido que hoy defiende la estabilidad de España y se enfrenta al separatismo en todo lugar y en toda ocasión. Es la misma CC que en 1998 suspiraba por entrar en el club de la Declaración de Barcelona, la misma que en octubre de 2002 encargó a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y otros "expertos" de alquiler un dictamen para legitimar un appartheid contra peninsulares y demás ciudadanos comunitarios que quieren establecerse en las Islas, a los que califica despectivamente como "godos".
 
Nada más falso que la supuesta lealtad constitucional y el sentido de Estado de los nacionalistas del cheque y la finca de plátanos. La cotización del patriotismo de CC asciende a 100 millones de euros en los Presupuestos Generales del Estado para 2004, según puede dar fe el ministro de Hacienda, empujado por el mismísimo Rajoy a extender el talón a los isleños.
 
No es cierto, como se ha contado, que CC votara conjuntamente con el PP a favor de la declaración de Alfonso Alonso, alcalde de Vitoria, que pedía la retirada del llamado Plan Ibarretxe. Los insularistas votaron divididos por la misma línea de fractura que ha roto esta federación de partidos en las pasadas elecciones autonómicas.
 
Sus alcaldes de la provincia de Santa Cruz de Tenerife apoyaron al PP, es cierto. Son líderes pragmáticos de la Agrupación de Independientes de Canarias (AIC). Han pactado en otros tiempos con el PSOE, como ahora lo hacen con los populares, y lo harán mañana con cualquiera que les garantice la finca en usufructo. Su compromiso con los principios es el mismo que tendría un perista con la calidad de los alimentos. Mientras no afecte a su negocio...
 
Por el contrario, los alcaldes nacionalistas de Las Palmas votaron con el PSOE y los partidos que apoyan, comprenden o hacen la vista gorda a los planes para balcanizar España. Es la facción de extrema izquierda de CC. Ex comunistas, asamblearios, cristianos de la liberación, amigos de los pueblos "empobrecidos", huéspedes de Fidel Castro y hermanos de Hugo Chávez forman un brevaje de totalitarismo, resentimiento y analfabetismo rampante, capaz de empozoñar cualquier sociedad, como de hecho han conseguido los clanes de CC durante veinte años de ejercicio sectario, intimidatorio y clientelar del poder en ayuntamientos y cabildos.
 
El voto dividido de CC en la FEMP es fiel imagen de su naturaleza tribal. Sólo en un estado carencial extremo del más elemental sentido del patriotismo, como el que hoy padece la vida pública española; sólo en una nación que sólo una minoría estigmatizada se atreve a llamar por su nombre, puede considerarse a CC un ejemplo de lealtad a la Constitución, o es posible sentirse bien acompañados por esta clase de clanes de rapiña.
 
El partido que gobierna en España no ha dejado de promover el mito del nacionalismo apacible de las Islas Afortunadas. Hace cuatro años, la ingeniería táctica del PP perpetró el injerto de los cuatro diputados de CC con los dos de UPN (Unión del Pueblo Navarro) para dar a los insularistas la dimensión de un grupo parlamentario. El resultado es una cruza kafkiana de gato y cordero de la que los populares son, a la vez, preceptores y recaudadores. Consiguieron su mascota regionalista, pero a los contribuyentes les sale carísimo mantenerla, y ha hecho de una región española, atlántica y abierta, un predio particular.
 

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