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EDITORIAL

Europa: dos velocidades, pero al revés

Cuando Francia y Alemania lideraban la génesis de la moneda única, y sus cuentas públicas gozaban de mucha mejor salud que las de sus vecinos y socios europeos, impusieron, con muy buen criterio, una unión monetaria de “dos velocidades” consagrada en las condiciones del Pacto de Estabilidad: sólo podrían acceder al euro los países con un déficit público inferior al 3 por ciento y una deuda pública acumulada inferior al 60 por ciento del PIB. Nadie podía pensar, allá por 1996, que los “últimos de la clase” (España sobre todo) podrían cumplir en un plazo más o menos breve los requisitos del Pacto de Estabilidad. En el caso de España, estos requisitos implicaban un severo ajuste económico que debía ser ejecutado por un gobierno de derecha en minoría parlamentaria y que, además, debía hacer frente a la tasa de desempleo más alta de Europa. Por ello, Francia y Alemania, el entonces “núcleo duro” del euro, blindaron –también con muy buen criterio– el Pacto de Estabilidad con unas cláusulas sancionadoras contra los países que, una vez dentro de la moneda única, tuvieran la tentación de volver a las políticas de déficit público.
 
Los requisitos del Pacto de Estabilidad no son, en modo alguno, caprichosos o aleatorios. Son de sobra conocidos los devastadores efectos asociados a la financiación de un abultados déficit público: si se opta por la vía ortodoxa –colocación de títulos de deuda en los mercados de capitales–, los resultados son altos tipos de interés que aprecian artificialmente la moneda y deprimen la actividad económica, causando paro y pérdida de competitividad exterior y, en última instancia, un agravamiento del déficit. Si se elige la vía no ortodoxa –monetización directa de la deuda pública, lo que popularmente se entiende por “imprimir billetes”–, expresamente prohibida por el Pacto de Estabilidad, el resultado directo es la inflación desatada, que lleva consigo la depreciación de la moneda y el desajuste del aparato productivo, los cuales a su vez dan lugar también al crecimiento del desempleo. Y si se elige la vía intermedia –recurso al mercado de capitales privado en combinación con bajos tipos de interés–, el resultado es un incremento indirecto de la masa monetaria que, tarde o temprano, acabará generando tensiones inflacionistas, inestabilidad cambiaria, pérdida de competitividad y, en última instancia, también desempleo.
 
La insobornable realidad es que las consecuencias del déficit sólo pueden evitarse mediante reformas estructurales y ajustes presupuestarios como los que llevó a cabo España para ingresar en el euro. Y es evidente que el euro no cumplirá los objetivos previstos por sus creadores e impulsores –servir de alternativa al dólar como sólida moneda de refugio y divisa del comercio internacional– si los agentes económicos de todo el mundo perciben que las reglas que garantizan la solidez de la moneda única pueden quebrantarse mediante presiones políticas. El “eje franco-alemán”, anunciando que se autoconcede un plazo de dos años para cumplir con el Pacto de Estabilidad, ha asestado un duro golpe –secundado por una mayoría cualificada en el Ecofín– a la credibilidad tanto del euro como de la Comisión Europea. Precisamente las dos instituciones que sirven de trabazón a la inacabada –y, probablemente, inacabable– arquitectura de la Unión Europea. Todo ello en contra de la opinión de Prodi, de Solbes y de países que, precisamente, pueden dar ejemplo tanto a Francia como a Alemania de lealtad y cumplimiento de sus compromisos: Holanda, Austria, Finlandia y España.
 
Si por voluntad –insistimos, muy razonable– de Francia y Alemania, se consagró una unión monetaria de dos velocidades basada en la ortodoxia económica; hoy también se consagra una unión monetaria –también una Unión Europea, pues el eje franco-alemán quiere renegociar el Tratado de Niza– de dos velocidades… sólo que al revés: si en la primera los antiguos “pecadores” debían ajustarse al patrón de los antiguos “justos”, ahora serán los nuevos “justos” quienes paguen por los “pecadores” de hogaño.
 

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