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Es preocupante. Cuando la izquierda española se ha encontrado en una encrucijada, en un dilema que ha afectado de forma vital a la vida política española, a su libertad o a su democracia, ha fallado. Entre defender o salvaguardar las instituciones, o dar un paso adelante para intentar derrotar a la derecha, sin reparar en medios y formas, la izquierda no ha dado un paso adelante, sino un salto olímpico. Repasemos.
 
Se trata de una constante en la izquierda española contemporánea. Los exaltados del Trienio Liberal (1820-1823) prefirieron la confrontación con el Rey y los absolutistas, con los moderados y la mayor parte de los españoles, antes que atender a las demandas que en España y desde algunos países europeos se hacían para templar el envite revanchista y el radicalismo. No lo hicieron, sino que apretaron las clavijas, y los españoles acompañaron a las tropas francesas en su persecución de los exaltados en 1823. Tampoco quedó contenta la izquierda con el Estatuto Real de 1834 y el talante liberal de María Cristina: asesinatos, insurrecciones, chantajes, conspiraciones... Finalmente, al ver que perdían las elecciones de julio de 1836 dieron un golpe de Estado, en La Granja, el conocido como “La sargentada”. El progresista Mendizábal compró a la tropa que guardaba el Real Sitio, y que obligó a punta de pistola a María Cristina a restablecer la Constitución y a nombrar un Gobierno progresista. Y en 1840, la izquierda liberal se levantó en armas contra la legalidad constitucional porque les disgustaba la Ley de Ayuntamientos. Si la legalidad no gusta, se rompe. Y Espartero, el Regente progresista, bombardeó la progresista Barcelona en 1842 y despreció a la progresista mayoría parlamentaria para formar Gobierno. Claro que, así acabó: huyendo en un barco mientras pesaba sobre él un decreto del progresista Gobierno López, para que el primero que le encontrara le fusilara por traidor. Y con Isabel II se inventaron la cantinela que la izquierda española ha tenido toda la vida: hay un poder oculto o fáctico, ajeno a los mecanismos legales, que impide a los “verdaderos representantes del pueblo” llegar al poder; es decir, a ellos. Antes era la “camarilla” y hoy es la “Brunete mediática”. Como cuando Felipe González perdió las elecciones en 1996, y le echaron la culpa a los medios de comunicación que habían aireado los casos de corrupción y el GAL. En fin, así entienden la libertad y la democracia.
 
Y podríamos seguir con lo que hizo la izquierda en el Sexenio revolucionario (1868-1874): los republicanos se insurreccionaron contra la primera Constitución democrática de España, la de 1869, y la más avanzada de Europa; y los progresistas amenazaron en 1872 a Amadeo I de Saboya con levantarse en armas, porque, constitucionalmente y siguiendo la mayoría parlamentaria, había encargado a los conservadores que formaran Gobierno, y no dudaron en forzar su renuncia al Trono en febrero del año siguiente. ¿Y para qué hablar del desastre absoluto de la República de 1873? Y el PSOE, nacido en 1879, en plena Restauración, ese régimen “autoritario” y “clerical”, defendiendo la “dictadura del proletariado” en su programa máximo casi hasta la muerte de Franco. Pero ya se sabe, la “dictadura del proletariado” y la libertad… primos hermanos. Luego vienen los hombres del 98, que crearon la memez de la España trágica y fracasada que aún hoy sufrimos, y de la que se alimentan los nacionalismos periféricos. El siglo XX es el momento en el que la izquierda inauguró su particular santoral “cremallera”, de un socialista, un republicano, y esto sin citar a la sacrosanta Institución Libre de Enseñanza. Al frente del sanedrín San Manuel Azaña, poeta excelso, político inmerecido, que para algunos es como Gardel, cada día pronuncia mejores discursos. Sí, pero golpista, y desleal, y falso.
 
El gran ejemplo histórico es la intentona revolucionaria de 1934 contra la segunda República. El PSOE y ERC, hoy socios en Cataluña, qué casualidad, se levantaron contra el Gobierno legítimo y constitucional del Partido Radical y la CEDA. Porque no hay democracia ni libertad si la izquierda no gobierna y, por tanto, se debe hacer lo posible, y pactar con quien sea para lograrlo. Los socialistas, como los progresistas antes y luego los federales, creían que la República era su gobierno exclusivo; que el que otro partido estuviera en el poder era una usurpación. No importaba provocar una guerra civil, incluso alguno jugaba con ella, como Largo Caballero.
 
El PP se presenta como un muro difícil de franquear por su fortaleza organizativa, su unidad discursiva y su previsibilidad, cosas que agradece el electorado. La respuesta del PSOE, consciente de su debilidad, es la que ha tenido siempre la izquierda española: no hay ley, institución o pacto que limite las propuestas y el comportamiento necesarios para acceder al poder y derrotar a su adversario. Si creen que pueden ganar algo planteando la ruptura de la Constitución y del Estado de las Autonomías, aunque con ello se trunque nuestra democracia, lo harán; de hecho, alguno lo está proponiendo.

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