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Lucrecio

El profeta del velo

En sus conferencias, que son más bien predicaciones multitudinarias en ONG y mezquitas, las mujeres asistentes —siempre separadas de los varones— cubren, como el Libro manda, su cabeza con el velo que proclama inferioridad y sumisión a sus señores. El ideólogo de la batalla por el velo en Francia, Tariq Ramadan, es un liberal, sin embargo. No llega hasta pedir la abolición de la venerable costumbre de lapidar a la adúltera. No tanto. Pero, eso sí, en un arrebato de magnanimidad progresista, sugiere la necesidad de establecer una moratoria antes de continuar con la higiénica costumbre de esparcir a los cuatro vientos los sesos machacados de la pecadora.
 
Tiene autoridad moral, el tal Tariq. No en vano, es nieto del fundador de los Hermanos Musulmanes, que inventaron, en el Egipto nasseriano, el integrismo islámico combatiente. Hijo de quien fuera jefe supremo —y, por obvias razones de su seguridad en Suiza, inconfeso— de la organización terrorista islámica. Puente hoy, entre el integrismo musulmán y los tan izquierdistas chicos europeos de la antiglobalización. No es él, dice, un integrista. Integralista, sí. En la medida en que defiende el sacrosanto derecho del Islam a volar cualquier barrera entre lo público y lo privado, a no reconocer ninguna instancia, ni en familia, ni en moral, ni en sociedad, ni en economía, ni en educación, ni en política, que pueda ejercerse al margen de la norma coránica. Porque "el Islam", dice, "en su esencia supera el dominio de definición de la palabra religión. El Islam inviste el campo social y lo influencia de manera consecuente".
 
Judeófobo militante. Convencido anatemizador de los regímenes árabes insuficientemente acordes con la literalidad coránica, a los cuales fulmina como "la más manifiesta y odiosa traición a los principios del Islam". Enemigo jurado de una escuela laica, la francesa, contra la cual —desde la confortable impunidad de su nacionalidad suiza— ha venido lanzando descerebradas adolescentes, empaquetadas en el velo que las estigmatiza como sólo a medias parte de la especie humana. Tariq Ramadán es hoy el hombre de moda entre los patéticos herederos de lo que fue, hasta hace no tanto, izquierda revolucionaria. Hace falta toda la estupidez de un grupo como Attac para firmar con semejante inductor a la delincuencia un pacto de acción conjunta. Hace falta haber perdido cualquier brújula para hacer de sujeto tan detestable uno de los ideólogos mayores del encuentro antiglobalizador del otoño pasado en las afueras de París.
 
Tariq Ramadan es eso. Un bárbaro, para el cual no hay más razón que la que el Corán dicta: en materia de mujeres como de democracia. Pero, ¿qué somos nosotros, tristes europeos, que toleramos la impunidad de un tipo así?

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