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Pío Moa

El Eje París-Berlín

La unidad europea nació, en gran medida, como medio de impedir la repetición de los conflictos franco-germanos que devastaron una y otra vez Europa en los siglos XIX y XX. La última contienda resultó tan terriblemente destructiva que los políticos de los dos países hicieron propósito de la enmienda. Sin embargo, y siendo ellos los causantes de los desastres, por un tipo de inversión psicológica bien conocida, parecen haber llegado a la conclusión de que deben ser ellos juntos los que "manden" a los demás países que, en rigor, fueron las víctimas de aquellas contiendas. Porque, dejando aparte las campañas napoleónicas, Francia no dejó de tener también una considerable responsabilidad en la II Guerra mundial, primero por su actitud vengativa e irrazonable después de la Primera, y luego por la claudicación de Munich, traicionando con modos brutales a Checoslovaquia. Por no hablar del mayoritario colaboracionismo con los nazis.
 
No valdría la pena recordar estas cosas si no fuera porque el Eje París-Berlín está empleando una demagogia intolerable y despótica contra los países que, como España, defienden intereses tan legítimos -por lo menos-, como los suyos. Quienes se sienten autorizados a vulnerar sus propios acuerdos en función exclusivamente de su poderío económico y político, acusan a España de pensar sólo en su conveniencia particular y no en la de "Europa". Es más, amenazan con cortar a los protestones (España y Polonia especialmente) los "fondos de cohesión". Sobre esos fondos tuvo Aznar una actitud excelente al principio, cuando tildó a González de "pedigüeño" por insistir en ellos, pero luego cayó en lo mismo. España debiera haber renunciado a esos fondos que, de un modo u otro, la condicionarían y podían ser empleados, como ahora mismo, para chantajearnos políticamente. Como el mismo Aznar demostró en otras ocasiones, España podía conseguir perfectamente sus objetivos económicos: bastaba con abandonar la picaresca y la listillería típica del felipismo, y atenerse a una política económica firme y de progresiva liberalización.
 
Nunca he sido entusiasta de la Unión Europea para España. Sin duda la Unión será una gran cosa si logra evitar nuevos conflictos entre quienes los han causado en los dos últimos siglos, y a condición de que no se transforme en un contubernio de los más fuertes para imponerse a los demás. Pero para nosotros su interés será siempre muy escaso. Hemos visto cómo nos han apoyado Francia o Gran Bretaña en nuestros roces con Marruecos, cómo la segunda sigue manteniendo en nuestro país una humillante colonia y plataforma de delincuencia, cómo nuestro compromiso de acudir en ayuda de ellos si son atacados no tiene la recíproca en relación con Ceuta y Melilla. Y así una serie de cuestiones que hacen de nuestra estancia en la Unión Europea un negocio harto dudoso. Algunos hablan de los perjuicios económicos de "aislarnos". España prosperó a mayor ritmo que cualquier otro país europeo antes de ingresar en la Unión, y estar fuera de la Unión Europea no significa aislarse de nadie, como demuestra el caso suizo. El problema es básicamente psicológico. Cuando algún iluminado latinoamericano dijo que pretendía hacer de su país "la Suiza de América", algún socarrón le preguntó: "Pero presidente, ¿dónde están los suizos?". En efecto. Nos falta, por ejemplo, la confianza en sí mismos de los envidiables ciudadanos de Helvecia.

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