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EDITORIAL

Comienza un año decisivo para España

El año que hemos dejado atrás ha sido, con seguridad, el de mayor intensidad política desde la transición. Basta con enumerar algunos de los acontecimientos más importantes que tuvieron lugar en 2003 para convencerse de ello: las consecuencias del naufragio del Prestige, la guerra de Irak, la visita del Papa, el plan Ibarretxe, las elecciones municipales y autonómicas, la crisis de la Asamblea de Madrid y la posterior repetición de las elecciones, la sucesión de Aznar, de Pujol y de Arzalluz, el anuncio del compromiso del Príncipe de Asturias. Y, finalmente, las consecuencias de las elecciones catalanas. El pacto PSC-ERC-IC ha puesto fin a casi un cuarto de siglo de gobiernos de CiU... y también pretende poner fin, junto con el plan Ibarretxe, al marco legal e institucional que ha propiciado el periodo más brillante, en todos los sentidos, de la historia reciente de España.
 
Asimismo, 2003 ha sido testigo de la rapidez con que, a veces, tienen lugar los vaivenes políticos. Y también del escaso recorrido que tienen el oportunismo y la demagogia cuando faltan los programas de gobierno creíbles y coherentes. El PP comenzó el año en el punto más bajo de su popularidad, superado en varios puntos por el PSOE en intención de voto. El naufragio del Prestige y el apoyo a la intervención militar en Irak fueron intensivamente explotados por la oposición y por sus medios de comunicación de referencia para negar la legitimidad del gobierno de España, incluso por medios claramente antidemocráticos, como ocurrió con las agresiones a sedes, cargos y candidatos del PP.
 
Sin embargo, la limpieza y la rapidez con que se resolvieron tanto el problema del Prestige como la guerra de Irak –el régimen de Sadam cayó en apenas veinte días de operaciones militares– neutralizaron en las elecciones municipales y autonómicas el intento del PSOE de buscar atajos hacia La Moncloa que relevaran a Zapatero de la necesidad de elaborar un auténtico programa de gobierno y de definir una línea política coherente y común para todos los socialistas que superara las estridencias de sus barones regionales, especialmente de Elorza y Maragall. Los magros resultados del PSOE en mayo –muy por debajo de sus expectativas–, junto con la victoria de Esperanza Aguirre en Madrid por mayoría absoluta y el estrepitoso fracaso de Maragall en Cataluña, son las pruebas palpables del fracaso de ese oportunismo sin principios y sin programas con el que el PSOE intentó barrer de la escena política al PP.
 
Hoy, el partido en el Gobierno, después de ocho años de ejercicio del poder y de la retirada de su líder en la cima de su carrera política, supera al PSOE en intención de voto por casi diez puntos. Pero, en lugar de aprender la lección cambiando de discurso y elaborando una auténtica alternativa de gobierno que no ponga en peligro el bienestar de los ciudadanos ni la estabilidad de las instituciones, el PSOE de Zapatero ha optado por aunar esfuerzos con los partidos antisistema (nacionalistas separatistas e IU). En esa huída hacia delante, el PSOE ha constituido una especie de "Frente Popular" contra el PP, con la esperanza de que Rajoy no gane por mayoría absoluta en marzo o, si lo hace, con el objeto de hacerle la vida imposible a su gobierno desde las autonomías –especialmente la catalana– y desde las Cortes, para después poder presentarse como la "única solución" a las tensiones centrífugas que habría provocado el PP con su "intransigencia" hacia la "España plural".
 
Sin embargo, esta táctica del "bombero-pirómano" no goza precisamente de las simpatías de los barones socialistas que administran dos de los principales "graneros" de voto del PSOE: Bono y Rodríguez Ibarra. Tampoco de la del votante socialista moderado, a juzgar por los últimos sondeos, y mucho menos de la del votante del PP. Chaves, presidente de Andalucía y del PSOE, al final de su carrera política, ha unido insensatamente su suerte a la de un equipo que atraviesa ya su fase terminal, quizá en la confianza de que la coincidencia de las elecciones andaluzas con las generales contenga en Andalucía el desastre electoral al que, según todos los indicios, se encamina el PSOE precisamente por avalar el pacto de Maragall con ERC.
 
Las próximas elecciones generales serán, con toda probabilidad, las más importantes desde la transición. Una victoria en minoría del PP reproduciría a nivel nacional el pacto de gobierno que Maragall, Carod y Saura firmaron para Cataluña. Y, aunque probablemente no serían posibles las reformas constitucionales que propugnan socialistas y nacionalistas sin el concurso del PP, se abriría un periodo de inestabilidad política e institucional que pondría en grave peligro la unidad y cohesión de España, así como todo el progreso y el bienestar alcanzados en los últimos ocho años. Pero una victoria del PP por mayoría absoluta tampoco estaría exenta de problemas: el gobierno que formara Rajoy tendría que enfrentarse a los desafíos que Ibarretxe, Maragall y Carod han planteado al marco legal e institucional que ha garantizado el progreso y la convivencia pacífica de los españoles, aun en el caso probable de que la derrota del PSOE implicara la automática defenestración de Zapatero y de su equipo.
 
En definitiva, el año que comienza será tanto o más intenso que 2003, al menos en lo que toca a la política nacional. Ojalá que los líderes políticos de los partidos nacionales –especialmente los del PSOE, que necesita una urgente renovación ya sólo posible tras las elecciones– hagan propósito de enmienda en 2004 y estén a la altura de la gravedad de los desafíos planteados por los nacionalismos separatistas y excluyentes. La libertad y la prosperidad futuras en España dependen de la eficacia que demuestren en la defensa del marco legal e institucional que prevé la Constitución. Y para ello, cuentan con una ventaja inestimable: entre las prioridades de los ciudadanos no se encuentra precisamente la reforma del modelo de Estado. Esperemos que sepan aprovecharla.

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