Mientras más pasa el tiempo, más rápido pasa. El concepto, que en Occidente es aplicable tanto a la vida de un ciudadano como a la de naciones enteras, resulta irrelevante en el contexto islámico. Más exactamente, en las sociedades musulmanas contemporáneas, salvo minuciosas excepciones, sucede a la inversa: mientras más pasa el tiempo, más vuelve sobre sus pasos.
Fruto de esta contradicción histórica, el Islam se debate víctima de su incapacidad para adoptar un marco civilizado de convivencia. En tanto habita edades difuntas, redecoradas en su retina política, el fundamentalismo islámico reacciona al avance de la modernidad – representada por Occidente y, en particular, por Estados Unidos – con la desesperación del jeque que ve la continuidad de su harén en peligro. La adopción por las sociedades fundamentalistas de un fascismo de corte teócrata, rehén de su retraimiento cultural, es una realidad que ya no puede ser soslayada. Se trata de comunidades inflexibles, minusválidas, que echan mano a la muleta del extremismo con tal de disimular su renqueo.
Como recientemente señalara Christopher Hitchens, lo que el Islam abomina de la civilización occidental no es lo que disgusta al autotitulado progresismo, que insiste en ponerle la cola al burro con los ojos vendados. La discriminación por sexo y credo – que a ratos adquiere la forma del asesinato en masa –, de las mujeres y los homosexuales y los católicos y los judíos y los ateos, el rechazo a la diferencia y la imposición por la fuerza de una moralidad enajenante, son algunas de las prioridades de un integrismo empeñado en la satanización de Occidente. El fundamentalismo no sólo aporta diferencias culturales – eufemismo más o menos elegante con que maquillar su esencia reaccionaria –, sino obsesivamente excluyentes.