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Fernando Serra

Debates interminables

Hay controversias que acaban siendo soporíferas. Cuando, por ejemplo, los manifestantes expresan su protesta por el centro de una gran ciudad e inevitablemente colapsan la circulación, impidiendo a los restantes ciudadanos realizar sus quehaceres cotidianos, el debate sobre cómo compaginar los derechos de unos y otros no concluye nunca. No puede ser de otra manera si se parte de reglas tan manidas como esa que dice que la libertad de unos termina cuando comienza la de los demás. O ese otro axioma no menos manoseado que intenta justificar una coacción o un recorte de derechos si el bienestar general así lo exige. Siempre se podrá discutir dónde se coloca esa difícil frontera que separa las libertades o los derechos de unos y otros, o cuándo se empieza a deteriorar el bienestar colectivo. La única alternativa es que intervenga una autoridad, pero ni aún así la disputa termina aunque, eso sí, se corre el riesgo de recortar libertades.
 
Algo parecido está sucediendo en España con otro recurrente debate, aunque podemos reconfortarnos al pensar que los franceses ya deben estar completamente hartos. Me estoy refiriendo claro está al famoso velo islámico en las escuelas públicas. Ríos de tinta se han derramado sobre este tema y los argumentos de unos y otros pidiendo el respeto de culturas ajenas o el fin un fundamentalismo avasallador no terminan nunca. Ni siquiera, como acaba de ocurrir en Francia, cuando el poder supremo del Estado fija una regla porque ésta, como también se ha demostrado en el país vecino, resulta ser hoy una y ayer otra ya que es difícil encontrar un criterio objetivo sobre si los signos religiosos, ya sea el crucifijo cristiano, el velo islámico o la kippa judía, invaden la libertad de los que no comulgan con el credo opuesto. No pretendo, por supuesto, poner estas creencias al mismo nivel pero no es esta ahora la cuestión.
 
Para quien le guste este tipo de debates pronto podrá saturarse gracias al programa que el PSOE presentará en las próximas elecciones generales ya que, al parecer, piensa hacer de los llamados derechos civiles una de sus banderas. Dos de sus “progresistas” propuestas son otorgar a las parejas de hecho del mismo sexo los derechos que tienen ya reconocidos los matrimonios heterosexuales, incluyendo las pensiones de viudedad a cargo de la Seguridad Social, y que la sanidad pública pague las operaciones de cambio de sexo a los travestis. Volveremos a discutir hasta la saciedad. Unos dirán, al margen de disputas morales, que los homosexuales y los travestidos son tan contribuyentes como los demás y que tienen derecho por tanto a recibir las mismas prestaciones o las que necesiten; otros argumentarán, incluido algún obispo, que el sistema público de previsión social no podrá soportar este gasto añadido, y habrá incluso un tercer grupo que replicará diciendo que, aunque a los primeros no les faltan razones, el Estado debe proteger sobre todo a las familias con hijos.
 
¿Qué tienen en común todos estos debates para que sea siempre imposible llegar a conclusiones definitivas? Pues evidentemente que los campos donde se desarrollan son siempre bienes o servicios públicos: las calles donde algunos organizan manifestaciones y la mayoría las padecen; las escuelas públicas donde los signos de unos pueden ser ofensivos para el resto; la Seguridad Social con un sistema de reparto donde se utiliza el dinero de todos para pagar los gastos de algunos, y la sanidad pública sostenida con unos impuestos que no alcanzan a financiar todas las demandas. Si la manifestación se realizara en un estadio alquilado, si el velo se llevara en la escuela islámica privada, si la pensión de viudedad procediera de un fondo de pensiones y si la operación de cambio de sexo la cubriese un seguro médico particular, más que de derechos políticos, sociales o civiles hablaríamos de contraprestaciones derivadas de un contrato que intercambia derechos de propiedad y no cabría entonces discusión alguna porque la libertad estaría perfectamente definida y dejaría de ser una imposibilidad práctica.
 
Quien piensa, como Ayn Rand, que no existen derechos de trabajadores, de emigrantes, de homosexuales, de travestis y de un largo etcétera, sino tan sólo del individuo al margen de su condición social, económica, sexual, de su raza o religión, termina aburrido de unos debates tan interminables como inútiles. Y quien, por el contrario, opina que no existen derechos anteriores a los que concede la ley positiva, que siga discutiendo cómo regular los llamados derechos civiles o sociales, pero que sea al menos consciente de que es imposible llegar a conclusiones definitivas.

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