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Pablo Molina

El antisemitismo como bella arte

El arte contemporáneo ofrece innumerables ejemplos de decadencia intelectual que rayan muchas veces en el más absoluto de los ridículos. El empeño de nuestros artistas de vanguardia por superar los límites de la estulticia metodológica es tan pertinaz que a veces se desencadenan pequeñas catástrofes mediáticas como cuando el entonces ministro de cultura británico, Kim Howells, salió espantado de una exposición de arte contemporáneo en la Tate Gallery exclamando que lo que había visto era una “gilipollez conceptual, y que “si eso es lo mejor que los artistas británicos pueden producir, entonces el arte británico está perdido”.
 
Con ser patético, el hecho no tendría más relieve si no fuera por la circunstancia de que la práctica totalidad de este tipo de exhibiciones bufonescas están subvencionadas por los poderes públicos, es decir, por todos los contribuyentes. Pero lo peor, en cambio, es que una vez sobrepasados todos los listones de lo grotesco, de lo risible y lo escatológico, los artistas de vanguardia dan un paso más allá y desde hace ya algún tiempo emplean sus energías intactas y su abundante tiempo libre en maquinar nuevos despropósitos que provoquen al espectador, esto es, que le hieran en sus sentimientos más íntimos o en sus convicciones religiosas. Es en este contexto de estética caduca y de antisemitismo rampante tan caro a los artistas de progreso en el que hay que imbricar la obra “Blancanieves y la locura de la verdad”, expuesta en el Museo Nacional de Antigüedades de Suecia, dentro del “Forum Internacional de Estocolmo”, cuya especial vileza provocó las iras del Embajador de Israel, invitado a la inauguración, que arrancó algunos cables eléctricos y acabó lanzando un foco al agua. Como era de esperar, los weblogs de aquellos que mantienen un punto de vista crítico hacia las altísimas expresiones del, llamémosle, arte moderno, y más crítico aún respecto a la ola de antisemitismo galopante que abandera la izquierda intelectual, han tomado partido en la polémica. Echemos un vistazo a algunos ejemplos extranjeros.
 
Stefan Sharkausky realiza una descripción de la obra de arte en cuestión, que “consiste en un recipiente rectangular lleno de agua roja en el que flota un barquito con un retrato de Hanadi Jaradat, la terrorista suicida que asesinó a 21 personas en un ataque al restaurante Maxim de Haifa, el pasado 4 de octubre”. Y por si hubiera alguna duda sobre la intención del autor, el texto que completa la magna creación artística acaba de esta forma sugerente: “tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y su pelo era tan negro como el ébano. Y el rojo se veía bello encima de la nieve”. La reacción del embajador israelí, Zvi Mazel, molestó a Kristian Berg, director del museo, quien dijo que “la obra podía haber afectado emocionalmente a Mazel, pero destrozar el arte es algo inaceptable”. “¿Y destrozar judíos sí es aceptable?”, se pregunta Sharkausky en su crónica.
 
En su weblog, Misha nos informa de que “el Ministro de Asuntos Exteriores de Israel, Silvan Shalon, respalda absolutamente a su embajador en Suecia después de que el Viernes destrozara una obra exhibida en el Museo Nacional de Antigüedades de Estocolmo que mostraba a una terrorista suicida palestina”. El embajador tiró un foco al agua lo que provocó un cortocircuito en toda la instalación. Para el autor “es una verdadera pena que no empujara también al artista a la piscina”. Un poco drástico tal vez, pero dado que se trataba de una exposición vanguardista, el embajador podría haberse excusado diciendo que sólo estaba intentado realizar una atrevida performance contagiado por la atmósfera inequívocamente progresista del recinto.
 
Finalmente, LGF también tercia en la polémica para concluir que “ya es hora de que la gente deje de tolerar esta especie de arte corrupto y antisemita. Estoy seguro de que Mazel se verá forzado a retractarse y posiblemente a dimitir, pero para mí es un héroe. Y resulta más allá de lo despreciable que Suecia permita que esta abominación sea exhibida en su museo nacional”.
 
Y para terminar, aquí tienen las fotos de algunos de los 21 seres humanos asesinados en el restaurante Maxim de Haifa, sobre cuya sangre navega simbólicamente la fotografía sonriente de su asesina en la muestra de arte que comentamos. A diferencia de la terrorista, ellos no tienen artista post-moderno que les homenajee ni museo sueco que les recuerde.
 

 

Assaf

Noya

 

Liran

 

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