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La noche del viernes asistí a un acto en Barcelona; la noche del sábado presencié otro, celebrado en Madrid, por televisión. El del viernes contó con las intervenciones, entre otros, de Daniel Portero, portavoz de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, de la socialista Gotzone Mora y de los populares Alejo Vidal-Quadras y Carmelo Barrios, vicepresidentes respectivamente de los parlamentos europeo y vasco. En el del sábado hablaron Icíar Bollaín, Isabel Coixet, Mercedes Sampietro, Cayetana Guillén y muchos otros.
 
El viernes se celebraba la primera edición del premio Convivencia Cívica, que fue a parar a los responsables de la seguridad personal de los amenazados por ETA, los escoltas de los diversos cuerpos y fuerzas de seguridad, personas que se juegan la vida cada día para que siga siendo posible la libertad. El sábado se entregaban los premios Goya a las gentes del cine español, que se juegan una vida de glamour si se siguen reduciendo las subvenciones, habida cuenta de su incapacidad para vivir según las leyes del mercado por las que nos regimos todos los demás.
 
Me costará olvidar la sensación de rabia y de tristeza que me produjo comprobar el ambiente casi clandestino del acto de Convivencia Cívica Catalana, en la oscura soledad del Parque de la Ciudadela, junto al Zoo. Y en ese escondite, vestidos de gala, los representantes de la policía nacional, la guardia civil, la policía foral navarra, los mossos d’esquadra y la policía municipal de Barcelona. Pronto olvidé los bostezos que me provocó el acto de entrega de los Goya y la vergüenza ajena en la que, sabe Dios por qué, me hunden las bromitas de los guionistas de este suplicio anual que difunde la primera de TVE.
 
El viernes no hubo apenas entre el público representantes institucionales: sólo recuerdo a la delegada del gobierno en Cataluña. El sábado distinguí a una ministra y a un presidente autonómico. En el acto semiclandestino de Barcelona, restados los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad premiados y los escoltas de servicio que protegían a los presentadores, el público real lo formábamos apenas treinta personas; entre ellas, ningún representante de ningún partido político. La cobertura mediática fue inexistente. Lo del sábado estaba a rebosar, habría acudido medio Madrid si el aforo lo hubiera permitido; en todo caso, lo vio media España por la televisión pública. Extrañamente, todos reivindicaban en Madrid la libertad de expresión mientras que en Barcelona nadie se había quejado del aplastante silencio al que se somete a los amenazados de muerte.
 
Las víctimas del terrorismo, con toda lógica, quisieron aprovechar el eco fabuloso de los Goya para expresarse y para recabar el apoyo de actores y directores. No lo obtuvieron. En realidad, sólo la policía evitó que las víctimas del terrorismo fueran atacadas por una contramanifestación organizada por los simpáticos actores. Su calor y su apoyo lo reservaban para Julio Medem, que, según creo, no necesita escolta. Se supone que los actores viven de emocionarnos, pero la emoción que transmitieron Daniel Portero y Gotzone Mora a los cuatro gatos que nos reunimos en Barcelona la víspera de los Goya no la consiguen todos estos profesionales del sablazo en toda su vida.

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