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EDITORIAL

Miedos de comunicación en el PP

Lo que más destaca de las encuestas de opinión que publican los diarios es el fidelísimo electorado del que goza el PSOE. Un partido sin rumbo, sin programa, con un líder incapaz de imponer su autoridad y socio potencial de cualquier fuerza política que persiga la liquidación de España y sus instituciones goza al menos del 35 por ciento del apoyo de los españoles y aún tiene posibilidades de formar gobierno en coalición. Precisamente cuando la derecha puede presentar el mejor balance de gestión de un gobierno español en el último siglo y cuando el PSOE atraviesa una de sus crisis de identidad y liderazgo más profundas desde su fundación.
 
Y, dadas las circunstancias –el PSOE ha formado gobierno en Cataluña con quienes niegan España, una de sus siglas, y dialogan con los terroristas–, el recurso al desgaste asociado a ocho años de ejercicio de el poder no sería razón suficiente para explicar la supervivencia electoral del actual equipo socialista. Vaya por delante que la esencia de la democracia es la posibilidad de la alternancia, de poder cambiar el Gobierno. Y en circunstancias normales, quizá sería deseable ese cambio para evitar los males asociados al ejercicio prolongado del poder: prepotencia y corrupción. Esta fue la lección de la etapa del PSOE, que José María Aznar, en un gesto inédito en la política española, puso en práctica por propia voluntad y convicción.
 
Sin embargo, el panorama político español dista mucho de las coordenadas donde se sitúa la normalidad. Una normalidad política que tendría su ejemplo en el Partido Laborista británico y Tony Blair, quien afirmó que asumiría la herencia de Thatcher para mejorarla. Pero que no encuentra su correlato en Zapatero, quien no desea aceptar los numerosos elementos positivos de la herencia de Aznar ni siquiera a título de inventario. Entre otras cosas porque ese es, precisamente, el peaje que le exigen los nacionalistas para completar mayorías: marginar y aislar al PP como representante de una España próspera, segura de sí misma, que cuenta en el panorama internacional y que está en vías de superar la lacra terrorista. Precisamente lo que no conviene a los propósitos de los nacionalistas, quienes necesitan una España acomplejada y paupérrima y un gobierno débil para alcanzar sus propósitos.
 
Frente a este panorama, la campaña de “perfil bajo” que han diseñado los estrategas electorales del PP es, como mínimo, un error de cálculo. Puede que, en circunstancias normales, lo lógico y lo razonable sea rehuir las estridencias políticas y limitarse a cotejar programas y mejorar las ofertas del adversario. Sin embargo, cuando el adversario basa todas sus esperanzas de supervivencia política en llegar al poder a cualquier precio, haciendo tabla rasa de las reglas del juego democrático –como en el episodio del Prestige, en la guerra de Irak o en los pactos con los independentistas catalanes que utilizan sus cargos para concertar entrevistas con los etarras–, y cuando las encuestas apenas reflejan los costes de esta peligrosísima deriva, la explicación del programa de gobierno se convierte en un factor secundario.
 
En lugar de una campaña de “perfil bajo”, Rajoy y sus asesores de campaña deberían concentrar sus esfuerzos en explicar a los ciudadanos, especialmente a ese 35 por ciento de votantes del PSOE, que las libertades, la prosperidad y la estabilidad de la que hoy gozamos no están ni mucho menos garantizadas al margen de quién ocupe La Moncloa y de qué modelo de Estado se pretenda poner en práctica. El PSOE ha ido demasiado lejos en la senda que lleva a la desestabilización y a la desconstrucción de España. Y este sería el mejor momento para erradicar de la vida política española el aventurerismo político asociado a los nacionalismos antisistema. Rajoy y el PP no deben conformarse con una mayoría suficiente para gobernar. Deberían trabajar a fondo y superar sus complejos y sus “miedos” de comunicación para forzar una gran derrota del PSOE, de tal forma que el segundo partido de España y única alternativa real de gobierno pueda recomponerse y reencontrar el rumbo en la oposición de la mano de otro líder y de otro equipo. De lo contrario, puede que Rajoy, si gana las elecciones en precario, tenga que enfrentarse muy pronto de nuevo a intentos de “golpes de Estado” callejeros como los del Prestige y los de la guerra de Irak.

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