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Lucrecio

El velo ya es la guerra

Al Qaeda acaba de declarar formalmente la guerra santa contra la laica república francesa. Daría risa el comunicado magnetofónico de esa especie de bestia cavernaria que es el brazo derecho de Ben Laden, Ayman al Zawahri, si no hubiera una pequeña constancia material de su capacidad para el asesinato: los 2.749 civiles muertos en las Torres Gemelas. Daría risa, si no supiéramos que, para un sujeto como ése, todo queda reducido a una fracción cuyo numerador es Dios, el infinito; y que ningún denominador —ni un cadáver humano, ni mil millones de ellos— altera la infinitud de su cociente. Ante la inmensidad del Misericordioso, todos los infieles juntos —y aun todos los humanos— pesan menos que una mota de polvo.
 
Y da risa, pese a todo da cantidad de risa, pensar que han sido precisamente los antiglobalizadores franceses los principales teóricos de esa estupenda tesis de la alianza estratégica de la nueva izquierda con el islamismo, por ser éste, hoy, dicen, “la religión de los pobres”.
 
Al Qaeda tiene, al menos, la ventaja de ser muy poco ambigua. Y de dar, bajo su forma explícita, aquello que los tan humanitaristas partidarios de no ofrecer batalla frente a la ofensiva islámica se empeñan en querer no ver: que el Islam ha declarado guerra global a cualquier sistema social o político que no se ajuste al modelo coránico, y que eso no es un integrismo o una interpretación extremista del Libro, ese texto existente en el cielo y dictado por el Dios único a Mahoma; es Islam; sin más; porque aniquilar al infiel que se resista a la Ley de Dios es mandato literal del Corán, y no hay lectura ni interpretación honesta que pueda camuflar ese deber de todo verdadero creyente.
 
“La prohibición del velo” (en realidad, lo es de los signos ostentatorios de todas las religiones), que el Parlamento francés acaba de aprobar por casi unanimidad, y que, tras su ratificación por el Senado, entrará en vigor el curso próximo en los centros de enseñanza pública —y sólo en ellos—, “se inscribe”, para Zawahiri “en el mismo marco que el incendio de aldeas en Afganistán, la destrucción de casas sobre las cabezas de sus ocupantes en Palestina y la matanza de niños y el robo de petróleo en Irak”.
 
Tiene razón el ulema. Es la misma guerra: la de un bestial feudalismo teocrático contra una modernidad capitalista, convencionalmente parlamentaria. Y no estaría mal que el Gobierno francés tomase nota de la lección coránica; y, tras el francés, el Gobierno español, para quien el problema está a punto de desencadenarse, por más que se juegue a tratar de negarlo.
 
El asalto contra la laicidad de la enseñanza en Francia no es más que un eslabón de la Yihad: el repudio militante —y, llegado el momento, armado— de cualquier teoría o práctica política y social que no se ajuste al mandato divino. Y tan esencial para el mandato divino es que las mujeres sean bestias domésticas a disposición de los varones de la tribu, cuanto que los regímenes democráticos sean pulverizados y los judíos borrados de la faz de la tierra.
 
No hay componenda posible con quien combate en el nombre de Dios: o se acepta ser por él destruido o se le destruye. La guerra de Irak ha sido —es— una pieza esencial en ese tablero: sólo la apertura de una grieta convencionalmente democrática en la homogeneidad despótica de los regímenes islámicos del Golfo, puede reorientar la apocalíptica deriva del Cercano Oriente hacia una guerra santa de dimensiones inimaginables. Chirac no quiso entender eso. Pensó que la mezquina traición a sus aliados podría hacerle beneficiario de la benevolencia islamista. Ahora, Al Qaeda le ha declarado la guerra. Ben Laden y los suyos saben, ellos sí, que la batalla por la imposición del velo en las escuelas y la batalla por la destrucción del imperialismo, el sionismo y la democracia, son teatros de la misma guerra.

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