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Jorge Vilches

Merecemos un gobierno estable

Tras los éxitos desmedidos de los últimos gobiernos de coalición intentados por el PSOE, como el pentapartito de Baleares, el Madrid de los socialistas inmobiliarios, y el catalán de Carod, se plantea la pregunta de si sería conveniente marchar hacia un sistema democrático que favoreciera los gobiernos homogéneos. O dicho de otro modo: ¿Habría que primar al partido que consiguiera más votos para fortalecer al Ejecutivo?
 
El diálogo tiene muy buena prensa, y ha caído dentro de lo “políticamente correcto”, pero los pactos postelectorales son, en gran medida, un engaño al votante, especialmente si no fueron anunciados. Y con ello los programas no se cumplen, se desvirtúan o se improvisan, desprestigiando la política y a los políticos.
 
Nuestro sistema se basa en el modelo de la democracia de consenso. Los hombres de la Transición vieron en esta fórmula la respuesta a una sociedad plural, con las divergencias socioeconómicas normales, y ciertas aspiraciones regionales. El problema de una sociedad con tantas disparidades es el que las elecciones puedan deparar un Parlamento muy heterogéneo que tenga en vilo a Gobiernos débiles. El objetivo teórico de la democracia de consenso es lograr la armonía entre la necesaria gobernabilidad, o estabilidad del Ejecutivo, y la expresión de la pluralidad. Con esta meta, se articuló un sistema electoral –el proporcional corregido– que da una sobrerrepresentación a partidos pequeños que concentran su voto en unas circunscripciones. Se pensó así contentar a las opciones nacionalistas.
 
La condición obligada de una democracia de consenso así planteada es que, junto a los dos grandes partidos del bipartidismo imperfecto, debe existir al menos un partido de centro de ámbito nacional. ¿Por qué? Porque la contingencia de los gobiernos de coalición es que se pierda el sentido del Estado, o la búsqueda del interés general. Este riesgo se reduce, en buena medida, si el partido que suma sus votos a otro para gobernar no está única o principalmente impulsado por el deseo de satisfacer las supuestas necesidades particulares de una región. La cuestión es que en España no hay partidos de centro, o terceras opciones para fomar un gobierno sin peligro para el marco constitucional. Ni siquiera sirve para esto IU, que pretende, entre otros dislates, el reconocimiento del “derecho de autodeterminación” en nuestra Carta Magna.
 
El apoyo parlamentario de CiU a PSOE y PP funcionó porque aquella Convergencia de Pujol, aparte de la anacrónica “inmersión lingüística”, estaba convencida de la necesidad de mantener los pilares del Estado constitucional. Pero el debate suscitado desde hace casi dos años sobre “el problema de España” –otra vez, y por los mismos-, ha alejado a los nacionalistas de esa posición centrista útil al Gobierno general. Desde el hundimiento de UCD, toda tentativa para crear ese partido de centro ha fracaso, ya sea el CDS o el Partido Reformista de Roca. Quizá no haya espacio electoral para esa opción.
 
El resultado de unas elecciones no debería ser la alternativa entre la mayoría absoluta de un partido o la amalgama de otros tantos. El cambio del sistema electoral, tan constitucional como pedir la reforma de un Estatuto de Autonomía, podría depararnos una fórmula más eficaz y justa. La solución, empero, no es sencilla, aunque hay cosas descartables. Las listas abiertas son inútiles como instrumento para la estabilidad de los Gobiernos ¿Qué votante socialista hubiera eliminado a Tamayo y Sáez? ¿O que popular a Piñeiro? Es más, ¿alguien les conocía antes de su deserción?
 
Un sistema mayoritario a una vuelta en distritos uninominales, a la inglesa, para entendernos, primaría en exceso al PP y al PSOE, y a los nacionalistas en sus circunscripciones. En otras palabras, IU desaparecería. El mismo sistema, pero a dos vueltas, necesitaría liderazgos y organizaciones sólidas para la elaboración de pactos generales entre partidos. En caso contrario, podría ocurrir como en las elecciones para el Senado en las provincias catalanas, donde se presentan el PSC y ERC en la misma candidatura, con el deterioro y el descrédito consiguientes para los socialistas del resto de España. Podría, entonces, aplicarse un sistema proporcional casi puro, a la israelí, en la que los partidos políticos que rondaran el 1% de los votos totales, por ejemplo, el PNV, tendrían su auténtico valor en la representación nacional; es decir, poco. Esto traería problemas con los nacionalistas, que dejarían de tener interés por el Parlamento español, obligando a la reforma inmediata del Senado para darles allí su parcela de poder.
 
Existe, en cambio, un amplio abanico de reformas electorales pequeñas pero decisivas. En Alemania establecieron un mínimo electoral nacional, el 5%, como requisito para entrar en el reparto de escaños; y con ello evitaron que los nazis y los comunistas entraran en el Bundestag.
 
¿Quién se atrevería a postular cambios de este tipo, cuando se inventan debates sobre el malestar autonómico para buscar apoyos políticos, y se quiere hacer depender el Gobierno del Estado de un partido minúsculo que quiere destruir ese Estado? Ibarra lo propuso, sí, en su estilo, esto es, rectificando tras la primera llamada al orden, como el comisario ante el Polichinela del francés Feuillet. “POLICHINELA, mostrando el palo: ¿Y vos me direis el nombre de esto? COMISARIO: Es un palo. POLICHINELA, pegándole: No es un palo, es una flauta. COMISARIO: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Sí, sí, una flauta. POLICHINELA, pegándole: ¡Una flauta! ¿No teneis ojos en la cara? ¡No veis que es una trompeta! COMISARIO: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Misericordia! Sí, sí, es una trompeta. POLICHINELA, pegándole: ¡Una trompeta! ¡Tunante! Es un clavicordio. COMISARIO: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Sí, sí, es un clavicordio. POLICHINELA, arreciando los golpes: No, no, es un palo. (Al público). Y esto os enseña, señoras y señores, el mejor medio para tener siempre razón”.

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