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Alberto Míguez

El crimen del padre Aristide

El ex sacerdote Jean-Bertrand Aristide deja tras sí un país en llamas en el que bandas de delincuentes, en su mayoría armadas e inspiradas por él, están cometiendo todo tipo de tropelías. Un país con los peores índices de desarrollo humano del mundo, un 80 por ciento de analfabetos, el tercero más corrupto, centro del narcotráfico en el Caribe, con casi el 20 por ciento de la población emigrada, una agricultura inexistente y un medio ambiente desolado.
 
Este panorama después del horror tardará decenios en ser superado y sólo mediante la solidaridad y la ayuda internacionales, la cooperación de los países amigos (especialmente Estados Unidos, Francia y Canadá) y la prudencia de los nuevos gobernantes podrá despejarse. No será fácil pero es posible porque, pese a todo, en Haití hay una sociedad civil herida pero viva, un pueblo trabajador y sacrificado y algunos recursos naturales por mucho despilfarro y latrocinio al que haya estado sometidos en los últimos sesenta años.
 
Poco importa ya a estas horas si el “padre Aristide” que tantas esperanzas creó hace catorce años entre los más pobres y explotados de su país rendirá o no cuenta de sus crímenes y robos ante un tribunal internacional por genocidio, corrupción y narcotráfico. Es dudoso que así sea aunque no estaría nada mal, como ejemplo para otros tiranos caribeños o continentales como  Fidel Castro y Chávez, convencidos de que sus respectivos países son latifundios de esclavos silenciosos y que la impunidad está asegurada para sus crímenes. La comunidad internacional debería arbitrar normas para que este tipo de individuos paguen por lo que han hecho a sus respectivos pueblos. Desgraciadamente estos mecanismos no existen ahora ni en América Latina ni en África ni en otras latitudes.
 
Pero la urgencia del momento es evitar que la bomba de relojería activada por Aristide antes de huir pueda ser neutralizada rápidamente mediante la instalación de una fuerza internacional de policía que evite el caos en el que puede entrar el país si es que no ha entrado todavía.
 
Aristide quería utilizar esta fuerza como último recurso para eternizarse en el poder pero Estados Unidos y Francia lo obligaron a que hiciera las maletas tras haber intentado incendiar todo el país a través de los delincuentes que supuestamente lo protegían. A quien hay que proteger ahora es a este pueblo paupérrimo, olvidado y machacado al que el “padre” Aristide” engañó primero para desvalijarlo y asesinarlo después.

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