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Francisco Cabrillo

John Maynard Keynes cambia de opinión, pero...

Poca duda cabe de que John Maynard Keynes fue el economista más conocido de la primera mitad del siglo XX; y, seguramente, uno de los que mayor influencia han tenido –para bien o para mal– a lo largo de toda la historia del pensamiento económico. Nacido en Cambridge el año 1883, Keynes fue alto funcionario de la administración británica, profesor de economía, hombre de negocios, periodista, escritor, coleccionista de arte y mecenas. Hombre de inteligencia extraordinaria, destacó en casi todas estas actividades. Pero su aportación fundamental al mundo contemporáneo fue, sin duda, su libro La teoría general del empleo, el interés y el dinero –publicado el año 1936– que marcó un cambio fundamental en la forma de entender la macroeconomía y dominó la política económica del mundo occidental a lo largo de varias décadas.
           
En esta obra los ministros de hacienda y economía encontraron una justificación teórica para hacer aquello que, a lo largo de muchas décadas les había sido negado: una política discrecional, en la que un patrón monetario que controlara de forma automática la emisión de dinero por el banco central era considerado como una “bárbara reliquia” y en la que el principio del equilibrio presupuestario no era sino una restricción absurda al manejo de las finanzas públicas con propósitos estabilizadores.
           
No siempre había pensado así Keynes, sin embargo. En realidad sus cambios de opinión eran frecuentes y sus ideas a menudo contradictorias. Es conocida la anécdota, de acuerdo con la cual Winston Churchill se habría lamentado un día de que cuando pedía una opinión a cinco economistas sobre un determinado tema solía recibir cinco respuestas diferentes... excepto si uno de los economistas era Keynes, porque entonces el número de respuestas distintas era seis.
           
Su gran personalidad hizo que siempre tuviera a su lado a un grupo de fieles discípulos que, como es habitual en estos casos, llevaban a veces las ideas del maestro mucho más lejos de lo que a él le habría gustado. Y las recomendaciones de política económica que de la Teoría general pueden extraerse se prestan especialmente para este tipo de tipo de fidelidades incondicionales. De hecho aún es hoy el día en el que, cuando se habla de “economía keynesiana”, no tenemos demasiado claro lo que dijo el propio Keynes y lo que algunos de sus discípulos y seguidores afirmaron posteriormente que había dicho.
           
Keynes había escrito su libro más conocido en los años de la Gran Depresión; y su obra, aunque básicamente teórica en su naturaleza, no puede entenderse bien sin tener presente el marco en el que fue pensada. Las recomendaciones que de ella pueden obtenerse se centran en el relanzamiento de las economías afectadas por la recesión y son medidas inspiradas siempre en la urgencia y el corto plazo. “A largo plazo todos estaremos muertos” es una de las frases más famosas de nuestro personaje, que siempre gustó de las expresiones brillantes y provocativas. Pero algunos economistas pronto se dieron cuenta de los peligros que tendría convertir estas medidas pensadas inicialmente para circunstancias bastante excepcionales en criterios permanentes de política económica. Uno de estos economistas fue Friedrich von Hayek.
           
Hayek había debatido a menudo con Keynes y sus discípulos sobre cuestiones de teoría económica. Pero una gran amistad personal unía a ambos hombres más allá de sus desacuerdos científicos. Cuenta Hayek que, el año 1946, estaba realmente preocupado por los efectos que tendría en la economía la interpretación que algunos de los discípulos de Keynes estaban haciendo de sus teorías. Y no dudó en plantearle a su amigo estas dudas. Para su sorpresa, Keynes le dio la razón. Y, además, tras hacer algunos comentarios poco laudatorios de aquellas personas, procedió a tranquilizar a Hayek, diciéndole que no se alarmara; que aquellas ideas habían sido muy necesarias en el momento en el que él las había formulado. Pero que, si en algún momento llegaban a ser peligrosas, él mismo se encargaría de hacer que la opinión pública se orientara rápidamente en el sentido contrario. Y –añadía Hayek– “indicó con un gesto rápido de su mano lo deprisa que podría conseguir esto”. Pero las cosas esta vez no salieron bien. Tres meses después de que esta sorprendente manifestación de confianza en sus propios poderes hubiera tenido lugar, Keynes había muerto.

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