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Uno de los pocos motivos de satisfacción que me procura la victoria electoral del PSOE, aparte del fin del machismo prometido por Zapatero -creo que para el pasado día 16, pero vamos a darle algo más de tiempo- es la convicción de que, a partir de ahora, las desgracias que ocurran en España volverán a ser accidentes, catástrofes naturales, o indeseados frutos de errores, terribles y penosos, sí, pero inevitables.
 
Reconozco que este contento mío puede que no lo comparta un amplio sector de la población española: los que pudieran haberse acostumbrado a disponer de ese magnífico chivo expiatorio que era el gobierno del Partido Popular. Tan magnífico que hubo que inventarlo. Pues bien, esas personas deberán afrontar ahora sin esa ayuda psicológica gratuita, y colectiva terapia liberadora, las pruebas difíciles que nos vaya sirviendo el futuro.
 
A quienes se sorprenden del vuelco electoral provocado por los atentados del 11-M, conviene recordarles que, en esa conmoción, el Partido Socialista recogió la cosecha de algo que había ido sembrando de forma constante en los últimos años: la imagen de un gobierno mentiroso y culpable. De un gobierno que para tapar su culpa, mentía, y por mentir, aumentaba su culpa. Sin el 11-M no habría recogido la mies, pero sin la siembra previa tampoco.
 
Los socialistas, unidos a los nacionalistas en este asalto, habían optado por intentar recuperar el poder no con la paciente labor del que trata de ganarse la confianza del votante, sino socavando y minando la que los ciudadanos tuvieran en el gobierno. Y el del PP, gustara más o menos, gozaba de un grado notable de confianza por su buena gestión económica, la básica honradez de su administración, y el éxito de una política antiterrorista hecha con medios legales.
 
Ante un currículo así, la oposición lo tenía difícil, dada la naturaleza, por lo general conservadora, del electorado. Por lo que la prisa (y Prisa) condujeron a Zapatero a olvidarse de la “oposición tranquila” y empezar la bronca. A partir de ahí conocemos el guión. Mentirosos y culpables, fue la divisa. El ensayo general de esta estrategia de demolición lo deparó el azar: el accidente del Prestige. No hubo muertos, pero ya se probó la utilidad del aspecto necrófilo (el luto, el “entierro del mar”, la bandera gallega teñida de negro).
 
Los que entonces vimos de cerca la marea de demagogia pudimos percatarnos de la eficacia de un mensaje tan simple como astuto. Ante la desgracia, una parte del pueblo soberano se enrabieta y quiere descargar su furia. Y aquellos para los que el gobierno ocupa, como dice Tocqueville, el lugar de la Providencia -y son muchos en España- estarán encantados de linchar al gobernante. La oposición sólo tuvo que echar leña. En el caso del Prestige, el paso del tiempo aplacó el fuego. Tras el 11-M no hubo tiempo, y hubo, en cambio, doscientas víctimas mortales.
 
Pero esta primitiva satisfacción de los instintos está a punto de tocar a su fin. Se acaba la era del porco governo y comienza la del gobierno bienhechor. La potencia mediática de que disponga, que será casi toda la existente, se empleará en convencernos de que nada de lo malo que ocurra es culpa de él. Aunque más retorcido, será otro motivo de satisfacción verlo. Como ver de “palmeros” a los que iban de “rebeldes”.                  

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