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Cristina Losada

Los puentes ideológicos

André Glucksmann, que acaba de publicar Occidente contra Occidente, dice que somos "pasajeros de un Titanic en potencia". Si se me permite seguir con el símil, el terrorismo de signo islamista constituye la punta de los icebergs entre los que navegamos. Está a la vista y es verdaderamente amenazadora, pero con todo, lo peor es la base sumergida, que está entre nosotros, y es ideológica: la enorme difusión de creencias y actitudes que generan comprensión hacia los violentos, difuminan la naturaleza totalitaria del terror, e inducen a una pasividad suicida.
 
El grueso de ese sustrato ideológico procede de la izquierda, pero en ocasiones lo comparte la derecha. Así sucede con la causa palestina, que ha sido uno de los puentes por los que ha entrado en las sociedades occidentales la simpatía hacia la causa árabe, y hacia el islamismo, que se ha apropiado de aquella. El pañuelo palestino está en el guardarropa de la izquierda occidental desde hace dos generaciones. En la primera intifada, los islamistas se hicieron con el control frente a la OLP, y la simpatía se trasladó también a ellos, como ya antes la había tenido Jomeini. Sin ponerse el pañuelo, la UE ha apoyado y financiado la famosa causa. En Europa, izquierda y derecha se han mostrado, en cambio, abiertamente hostiles a la causa de Israel. Miles de telediarios y artículos justificando de hecho el terrorismo suicida, tienen al fin su efecto; para eso está el cuarto poder, ¿o no?
 
Los restos del marxismo vulgarizado mascados con el tercermundismo y otras hierbas formaron un discurso anti-occidental, que sirve de pasarela para el desembarco de casi cualquier cosa. Esto tampoco empezó antesdeayer, proviene de la izquierda, y no ha sido muy contestado desde la derecha. En las sociedades prósperas ha calado el axioma de la maldad intrínseca del sistema capitalista y por extensión, tras el apagón del comunismo, de la maldad de la cultura occidental. La idea de que todas las culturas son mejores que la nuestra, de que todas –menos la nuestra- son valiosas y deben preservarse de su engullimiento por Occidente (por USA), lleva muchos años trotando por los foros del mundo de raíz judeocristiana. A grosso modo, todo eso ha conducido a la fascinación por otras culturas, incluida la islámica (aceptándose su apropiación por los fanáticos) y a la extensión de un sentimiento de culpa –genuinamente judeocristiano- que ha abonado los impulsos autodestructivos.
 
Quien vive hoy en una sociedad próspera y abierta, tiene pocos argumentos para defender sus "valores" frente a quienes aparecen como defensores de otros "valores" y de la causa de "los oprimidos". Más bien pensará que los suyos son tan buenos o mejores que los nuestros, que nosotros, ricos, somos culpables de que ellos sean pobres, y que la violencia, aunque repugnante, es comprensible. Glucksmann decía en una entrevista en ABC (18-04-04) que son las generaciones europeas que "han vivido sin guerra" las que "están intentando esconder la cara". Esas generaciones hemos estado intensamente dedicadas a lo que Michel Houellebecq llama el consumo lúdico-libidinal de masas, y alejadas no sólo de la práctica, sino también del conocimiento de los "valores" de nuestra cultura. Ablandados por el confort, educados en el mínimo esfuerzo, dando por sentado que la prosperidad y la libertad son inamovibles o prescindibles, no pocos ciudadanos de las sociedades occidentalizadas se hallan indefensos ante el ataque a "su civilización". Indefensos por voluntad propia, o por mejor decir, por falta de voluntad. Los hay que ni siquiera reconocen el peligro; esto del terrorismo islamista los ha pillado en medio de la película con la boca llena de palomitas, y un agradable sopor en las neuronas.

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