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EDITORIAL

Gil: un hombre fiel a sí mismo

El que fue empresario inmobiliario, presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella exhibió durante toda su vida una de esas personalidades vehementes y expansivas que tienen la facultad de no dejar a nadie indiferente. Como señaló Juan Manuel Rodríguez en su columna del viernes, el color de Jesús Gil no era precisamente el gris. Fue refractario a eufemismos y correcciones políticas –especialmente las de inspiración "progresista"–, y muy pocas veces se privó de decir lo que pensaba.
 
Quizá el adjetivo que mejor podría definirle es el que él mismo creó en una involuntaria pero afortunada confusión de términos: ostentóreo. Es decir, ostentoso, muchas veces hasta lo chabacano y lo histriónico; y estentóreo, porque casi siempre aprovechó toda oportunidad que se le presentó para fustigar verbalmente a sus adversarios y enemigos con un lenguaje muy directo y peculiar, salpicado de sal gorda aunque no exento de ingenio. Compendio de todo aquello que jamás recomendaría un asesor de imagen, Jesús Gil expresaba su opinión en términos parecidos a como lo haría el pueblo llano tomando el aperitivo con sus amigos en la barra de un bar. Una costumbre que le convirtió en icono de la incorrección política y, por tanto, en el blanco de las iras inquisitoriales de una progresía –mediática y judicial– que nunca pudo perdonarle la libertad, la irreverencia y el desenfado con que se siempre se burló de sus dogmas y de sus lugares comunes.
 
Ya se tratara de negocios, de fútbol o de política, Jesús Gil no era, precisamente, un tímido o un reprimido. Por eso precisamente hizo fortuna, no pocas veces bordeando la legalidad; por eso llegó a presidir y a poseer uno de los grandes clubes de fútbol de España y por eso llegó a ser alcalde de Marbella y casi "virrey" de la Costa del Sol. Pero esa audacia y ambición que le caracterizaban también le hicieron incurrir en gravísimos errores. Algunos de ellos irreparables e imperdonables, como la tragedia de Los Ángeles de San Rafael. Un estigma que arrastró durante toda su vida y que sirve de ejemplo de cuáles son las terribles consecuencias de una ambición desenfrenada.
Pero lo que siempre será recordado de Jesús Gil es su pasión por el fútbol. Por un club de fútbol, el Atlético de Madrid, al que salvó de su desaparición, al que elevó a lo más alto para, después, dejarlo caer de nuevo y volverlo a reflotar. Fue a su pasión, el Atlético de Madrid, a lo que Gil dedicó su fortuna y la última etapa de su vida. Por encima incluso de sus intereses empresariales y de su efímera pero intensa aventura política. Una aventura donde, como en el Atlético de Madrid, dejó impreso su sello personal. El sello de la ambición de un hombre de negocios en estado puro que busca con ahínco el éxito y las grandes realizaciones. Pero también el sello de la ambición desmedida que a veces no duda en trasponer los límites de la ética y de la legalidad.
 
Así, puede decirse que Jesús Gil se hizo y, también, se deshizo a sí mismo; a imagen y semejanza de sus propios proyectos. Sólo en los últimos meses de su vida, los imperativos médicos y judiciales lograron apartarle un tanto de su gran pasión: el Atlético de Madrid. Una pasión que, junto a la sana y jovial irreverencia que siempre demostró hacia los dogmas de esa gran hipocresía llamada corrección política, hará que muchos, en público y en privado, le echen de menos. Descanse en paz Jesús Gil, un hombre que, para lo bueno y lo menos bueno, procuró ser siempre fiel a sí mismo.

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