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Isabel Durán

ZP quiere controlar los sumarios judiciales

Desde que el emperador caníbal centroafricano Jean-Bedel Bokassa le regalara al presidente Valery Giscard d’Estaing un millón de francos en diamantes para mantenerse en el poder, en Francia no se había visto nada igual. En la década de los noventa, sin embargo, el país vecino vivió otra de las más copiosas y largas cadenas de escándalos de corrupción ligados con la política.
 
He aquí una somera muestra: Las escuchas de El Elíseo, equiparables al espionaje del CESID pero con el supuesto suicidio del responsable de seguridad del presidente de la república incluido; los sobornos a empresas dedicadas al comercio de las grandes superficies y los peajes abonados por las compañías propietarias del agua; las colosales comisiones cobradas por Roger- Patrice Pélat el amigo de juventud de Mitterrand y compañero en los viajes de Estado inmerso en otro monumental escándalo de insider trading, el caso Pechiney en su opa sobre la americana Triangle con el que se pusieron las botas privilegiados sectores de la administración socialista; el affaire Josephine relativo a los comisionistas del Elíseo; la quiebra del Crédit Lyonnais; el caso del supuesto préstamo de dinero negro al primer ministro Bérégovoy, por el que acabó suicidándose; el cobro de comisiones ilegales en Suiza por la compra de material destinado a la sanidad pública relacionado con la comercialización de sangre contaminada con el virus del sida o el macrocaso de corrupción del grupo petrolero nacionalizado Elf-Aquitaine, entre otros.
 
La estremecedora lista de casos de corrupción, muy superior a la vivida en la España felipista, quedó en agua de borrajas. Los escándalos fueron enterrados sistemáticamente, uno tras otro, empezando por el caso Urba, la trama de financiación política del PSF, montada en torno al cobro de comisiones a cambio de la emisión de facturas falsas, asunto que años más tarde calcó el PSOE para organizar la Filesa española.
 
La estrategia fundamental seguida por los gobiernos de François Mitterrand y sus compañeros de filas para eludir la acción de la justicia fue siempre la misma: el control férreo que en Francia ejerce el poder Ejecutivo sobre la Justicia. Y es que en el país vecino un juez no puede instruir directamente un sumario sin que el llamado Parquet, controlado por el Ministerio Público, que depende del ministro de Justicia, lo autorice.
 
De esta manera, por ejemplo, para burlar la acción de la Justicia, el titular de la cartera del ramo ordenó que el caso Urba se troceara en cerca de cincuenta sumarios para los que se “habilitaron” –tal y como se dice en el lenguaje forense francés– magistrados y fiscales afines. Además, a pesar de que la trama financiera radicaba esencialmente en París, la mayor parte de los “habilitados”, es decir, elegidos a dedo por el Gobierno, eran residentes en municipios situados a varios centenares de kilómetros de la capital del Sena, a los que se les impidió pedir información a sus colegas y conectar las investigaciones para desentrañar las complejas redes financieras ilegales. Cansados, jueces y fiscales como Thierry Jean Pierre  o Renaud van Ruymbeke abandonaron la judicatura para dedicarse a la política o fueron desterrados a Rennes, donde les conocí hace años, cuando intentaron meter las narices en los asuntos turbios del poder.
 
Los frutos que el control político sobre el procedimiento penal dieron a toda una generación de políticos de la grandeur han sido impagables. De no haber sido por la sumisión y el control de jueces y fiscales por El Eliseo y Matignon, de Mitterrand hacia abajo, gran parte de la clase política gala habría dado con sus huesos en la cárcel.
 
Cuando Felipe González perdió el poder en el 96 ocurrió, entre otras razones, por la corrupción galopante, incluido el terrorismo de Estado, que asoló sus últimos años en el Gobierno. Por eso, tras su vuelta a La Moncloa, los socialistas españoles parecen dispuestos a no cometer los mismos errores y a utilizar los expeditivos procedimientos de sus correligionarios franceses para no ser derrocados. De ahí que, cuando apenas llevan un mes instalados en las instituciones el ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, haya anunciado a bombo y platillo la reaccionaria medida de acabar con la división de poderes de Montesquieu a través de la reforma del procedimiento de la ley penal.
 
Se trata, como en Francia, de que sea el ministerio Público, que se rige por el principio de legalidad, jerarquía y obediencia al Gobierno, quien instruya los sumarios convirtiendo a los jueces prácticamente en “convidados de piedra”. De perpetrarse la reforma, todo parece presagiar que puede abrirse la veda contra los adversarios políticos y periodistas no acomodaticios y establecerse un pesado muro de silencio sobre las arbitrariedades, irregularidades y posibles corruptelas del poder. Si prospera la medida, se avecinan malos tiempos para la democracia.
 

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