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Alberto Recarte

Que devuelvan parte del dinero

El fiscal de Nueva York, Spitzer, ha acusado formalmente al ex-consejero delegado de la bolsa de Nueva York, Richard Grasso, por abuso y fraude, tras haber recibido una abultadísima compensación económica, 187 millones de dólares en un año, equivalente a 150 millones de euros, por su trabajo. Pretende, al margen de la posible responsabilidad penal, que devuelva parte de lo cobrado.
 
La argumentación del fiscal es triple. Por una parte, afirma que algunos de los miembros del consejo de administración de la bolsa que aprobaron los pagos tenían una información insuficiente y sesgada. En segundo lugar, que había conflicto de intereses en Grasso por su doble papel como ejecutivo y como consejero. Tercero, que las comparaciones que se hicieron con otros ejecutivos de otras empresas no fueron correctas.
 
En Europa, un conflicto semejante ocurrió en el caso de Percy Barnevik, máximo ejecutivo de ABB, que cobró 100 millones de euros, por diversos conceptos, cuando cesó en su puesto, forzado por los malos resultados de la compañía. El terremoto político y empresarial que provocó en Suecia una compensación de tal calibre, se saldó con la renuncia voluntaria de Barnevik a cerca del 80% de lo recibido.
 
Este último es un buen ejemplo que deberían tener en cuenta Corcóstegui y Amusátegui, que han recibido cantidades superiores a las de Barnevik. Al margen de la imputación penal que les ha hecho la juez Teresa Palacios, que es difícil que prospere, porque no parece que exista una conducta penal en los acusados, ambos deberían renunciar voluntariamente a una parte sustancial de lo que se les ha otorgado, exclusivamente por dejar de prestar servicios en unas empresas de las que eran no sólo ejecutivos sino, además, consejeros; lo que tiene una influencia decisiva a la hora de negociar y fijar las indemnizaciones –como señala, con acierto, en mi opinión, el fiscal de Nueva York, quien en otras muchas actuaciones sobrepasa lo razonable.
 
La devolución no tiene por qué suponer, explícita ni implícitamente, culpabilidad penal. Simplemente, el reconocimiento de una desmesura, de una pérdida de contacto con la realidad, que aflige a muchos de los que tienen poderes casi absolutos. Aunque no sea una circunstancia prevista en las leyes, seguro que cualquier tribunal valoraría positivamente una conducta de ese tipo, en la que simplemente se reconocería un error monumental y una avaricia sin límite que se saldaría con dinero y arrepentimiento público.
 

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