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Sería injusto criticar a Bono por descondecorarse después de haberse condecorado. Si fue una estupidez ponerse la medalla de una retirada, por no decir una deserción, renunciar a ella no puede ser igual de malo. En realidad, el gesto de renunciar a la medalla significa que Bono todavía no ha perdido el olfato que caracteriza al político vivo. Dentro de un año o dos, probablemente ya no tendrá capacidad de reacción y sería un político amortizado o difunto. De momento, aún se entera de lo que pasa. Mejor.
 
En rigor, lo verdaderamente lamentable es que se haya criticado el hecho de condecorarse a sí mismo y no el de laurearse por desertar de una obligación moral. Si los tres generales condecorados junto a Bono –Martínez Isidoro, Ayala y Muñoz– tuvieran sentido del ridículo también renunciarían a las suyas. No se puede aceptar una condecoración por huir de la guerra, sobre todo cuando uno es militar profesional.
 
En lo que ha estado muy mal Bono es en lo de adjudicarle a su Gobierno una especie de medalla moral por abandonar a los iraquíes y traicionar a nuestros aliados de la coalición que derrocaron al régimen genocida de Sadam Husein. Por lo visto, es más fácil renunciar a una medalla que renunciar a la demagogia. Lástima. Ya puesto, podía haber hecho la rectificación completa, no sólo en lo grotesco de la forma sino en lo lamentable del fondo. Si legítimo ha sido sacar a nuestras tropas de Irak, no menos legítimo y sin duda mucho más noble, arriesgado y honroso fue enviarlas allí. Ahora bien, si la retirada es el criterio militar para ascender o condecorar en este Ministerio de Defensa, retirémonos de Afganistán, de Nagorno Karabaj, de Kosovo, del Congo, de todas partes. Disolvamos en el medallero a nuestros ejércitos y, colorín colorado, este cuento del Soldadito de Plomo se ha acabado.
 

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