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La palabra “Europa” tiene varios significados. Algunos son populares. Otros no, como lo acaban de demostrar las elecciones del 13 J.
           
Europa significa en primer lugar una forma de vivir, una cultura. Grecia, Roma, el cristianismo, instituciones como las universidades, las monarquías, las coronas, los municipios o los cuerpos representativos la fueron forjando a lo largo de los siglos. También, y muy en especial, las naciones europeas. Ortega decía que la idea de Europa es previa a las naciones. En este sentido, lo es. Pero es un sentido muy amplio y bastante impreciso. En la conciencia de la gente común, ser europeo en este sentido significa algo muy difuso, referido más que nada a la geografía, la historia y una cierta forma de estar instalados naturalmente en la civilización occidental.
           
Desde mediados de los años 50, Europa significa además unas instituciones, muy precisas y un conjunto de leyes y normas que debían garantizar el cumplimiento de tres objetivos: la paz en un continente desgarrado por dos veces en el siglo XX; la libre circulación de personas, bienes e información; la democratización de las naciones europeas y el respeto en sus fronteras de los derechos humanos. Siempre que se ha cumplido, este proyecto ha tenido un éxito fabuloso. Lo demuestra la voluntad de integrarse en él de casi todas las naciones europeas, muy en particular la de las naciones europeas machacadas por el imperialismo soviético.
           
Además, Europa significa también un proyecto de otra clase. Aquí hay que hablar en futuro. Europa debería acabar siendo un espacio político unificado, que reproduciría a escala continental el modelo de los Estados nacionales. La burocracia, el Parlamento europeo y la Constitución europea, el último invento de los euroentusiastas, son los elementos de creación de este organismo nuevo. Las elecciones al Parlamento europeo resultan muy importantes, porque son la demostración de que existe un pueblo europeo, con los mismos reflejos ante las cuestiones generales que los nacionales tienen ante las cuestiones que les conciernen en cada uno de los países.
           
Pues bien, las elecciones europeas vienen demostrando machaconamente que este proyecto es un perfecto fracaso. La abstención cada vez mayor resulta inequívoca. También lo es el desinterés que demuestran ante esta idea nuestros amigos recién incorporados, con tasas de abstención que rozan en algunos casos el 80%.
           
La opinión pública de los nuevos países de la Unión Europea tiene muy reciente la experiencia totalitaria. Ese Parlamento abstracto, sin utilidad, toda esa burocracia de ultraprivilegiados, está bien mientras contribuya a asegurarles lo que el proyecto primero les iba a garantizar: paz, libertad, democracia. Más, no. Sencillamente no se lo creen. Y no se equivocan. Este proyecto de Europa es profundamente socialista, intervencionista, desconfiado de la libertad, y antiindividualista. El antiamericanismo de sus promotores ha sido otro signo claro.
 
La Constitución europea es uno de los últimos instrumentos diseñados para construir una Europa más socialista, en el mismo momento en el que los detritos del socialismo, incluido el estatalismo a la francesa y la socialdemocracia a la alemana, están condenando a los europeos al atraso y a la incompetencia. Es responsabilidad del Partido Popular Europeo, ganador de estas elecciones, frenar una iniciativa irresponsable y nociva.

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