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Lucrecio

El apaño

Es fantástica la impune suficiencia con la cual exhiben hasta qué punto nos toman por imbéciles. Los políticos, digo. A quienes pagamos su sueldo, por supuesto. Y a quienes, les votemos o no, tenemos el derecho constitucional de exigir de ellos cuentas claras.
 
Es parte de la dimensión monstruosa que ha tomado el oficio de político, a partir de su alta profesionalización, sobre todo en el último tercio del siglo XX. Hasta ese momento, la política era, en las sociedades democráticas, una actividad transitoria. Al menos, para una proporción esencial de quienes la practicaban. Y es que, si bien se mira, hacer de la representación electoral oficio único, es algo, a todas luces, monstruoso. Dado a propiciar cualquier exceso en la corrupción y el gremialismo.
 
Al final, cuando todo el poder queda necesariamente restringido a la combinatoria de dos o tres grandes partidos, la tentación de repartirse la cosa entre colegas es demasiado grande como para no ceder a ella. La tarta es grande, y más vale quedarse con un trozo menor que el del vecino que arriesgarse a que todo se vaya al diablo. Los enjuagues y apaños con el adversario son, así, condición de existencia para el profesional de la política.
 
Pasó cuando la comisión de investigación sobre los GAL en el Senado. Bastó entonces con que un testigo felipista clave amenazase con implicar a sus contrincantes en “lo de Cubillo”, para que aquel mismo PP que había batallado por la creación de la comisión solicitase, sin más argumento, que esta se disolviera. Justo antes de la comparecencia incómoda.
 
¿Pasará ahora con lo de la masacre de Atocha? ¿De verdad alguien lo duda?

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