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Pío Moa

La clave de un problema

En el cuaderno de la FAES España, un hecho (2003), uno de los padres de la Constitución, Miguel Roca, escribe lo siguiente: “¿Cómo es posible que el proceso de descentralización del poder político más importante de los que ha vivido cualquier país de nuestro entorno europeo y occidental en los últimos sesenta años, y que constituye un punto de referencia ejemplar para todos esos países, sea visto desde España, por un sector ciertamente minoritario, como algo peligroso, nocivo, lleno de incertidumbres para nuestro inmediato futuro? (…) En España, esto que es ejemplo para los demás, se cita como ejemplo de que España no va bien”. Roca, claro está, no habla como historiador, sino como el político, con los recursos retóricos habituales en su profesión, como cuando insiste en que la descentralización española “es un modelo para los demás países”, aseveración por lo menos muy exagerada, y cada vez menos realista; o cuando descalifica por supuestamente minoritarias –no por mejor o peor fundadas– las posiciones discrepantes. Pero, como político, sus puntos de vista tienen mayor influencia práctica que los del historiador.
 
Según Roca, no existe el menor peligro de desgarramiento de la unidad española, y quienes lo invocan son “profetas del desastre”, a quienes “les basta con su subjetividad, con su capacidad de elaborar informes fantasma y con el manido truco demagógico de excitar las viejas pasiones de los resentimientos y agravios, para provocar polémicas mediáticas que ensombrezcan la convivencia”. Podría ser cierto, desde luego, y no han faltado en la historia campañas demagógicas y falsarias, pero efectivas en su capacidad de provocar desastres. También podrían verse las tensiones provocadas por los nacionalistas como una pugna molesta, pero perfectamente normal, incluso creativa, entre tendencias contrarias existentes en cualquier sociedad sana. Sin embargo Roca no expone argumentos o datos que fundamenten sus asertos, sólo los reitera enfáticamente.
 
Así: “La ambición autonómica sólo tiene el límite de la unidad; autonomía e independencia son dos posiciones contradictorias. Incluso puede negarse que la primera sea un paso más fácil hacia la independencia; por el contrario, la experiencia muestra que el autonomismo bien practicado puede conllevar una reducción de las tesis independentistas” (52). Me temo que la experiencia histórica no respalda a Roca. El PNV entendió siempre la autonomía como un paso hacia la secesión, según reflejan sus documentos de modo inequívoco, y en tal sentido utilizó tanto el estatuto concedido por el Frente Popular como el de la actual democracia. Para él la unidad española constituye tan sólo el límite a romper cuando la situación haya madurado.
 
Y no resulta más optimista el examen del nacionalismo catalán. Una parte de él coincide con el PNV, parte muy pequeña al comienzo de la transición, pero en constante auge hasta cobrar amplios vuelos recientemente, sobre todo entre los jóvenes. Otra parte, representada por el propio Roca o por Pujol, ha observado una conducta más cauta, pero coincidiendo con el PNV en la masiva utilización de los instrumentos legales puestos a su disposición (enseñanza, televisión, etc.) para impulsar un ambiente y un sentimiento contrarios a la unidad española, presentada, en el mejor de los casos, como un hecho puramente utilitario y más bien desagradable o emocionalmente indiferente. Las manifestaciones de estas políticas son tan abiertas, y han sido tan repetidamente observadas, que no parece necesario exponerlas aquí. Esa política supone utilizar la autonomía como ariete contra la unidad, y tiene harta más relevancia que el cumplimiento formal de tales o cuales normas: constituye la base indispensable para, llegado el momento, volver imparable la marcha hacia la “autodeterminación”.
 
Pese a su lenguaje cauteloso, lo aclaraba Jordi Pujol en una entrevista recogida por Ángel Font: “Si en el futuro una parte de España, por ejemplo Euskadi, o llegado el caso Cataluña misma, manifiesta de forma clara, a través de su Parlamento, el deseo de convocar un referéndum de autodeterminación, me parece que iba a resultar muy difícil oponerse a esa intención, por mucho que ese deseo contraviniese lo expresado por la Constitución española” (39-40). Estas frases, de tono neutro, sólo tienen una traducción coherente: “Si en el futuro los nacionalistas convencemos a la mayoría de los vascos o de los catalanes de la necesidad de separarnos de España, no habría Constitución que lo impidiese”. Porque, claro está, sólo se plantea un referéndum sobre la posible secesión con intención de ganarlo, y quienes tienen esa intención no son otros que los nacionalistas. En estas palabras, Pujol revela su disposición a liquidar unilateralmente la Constitución si se dieren condiciones para ello, condiciones creadas a su vez por los nacionalistas. Lo cual no les impide emplear entre tanto la Constitución como escudo para sus aspiraciones, reservándose el derecho de romperla cuando les convenga.
 
Sería gratuito acusar a los nacionalistas por sus actitudes, salvo en la medida en que fingen otra cosa, porque ellos actúan, con tales o cuales matices y variaciones tácticas, en consecuencia con doctrinas ya establecidas un siglo atrás por Sabino Arana y Prat de la Riba. Su habitual sustitución de la palabra España por la de “Estado español” compendia su doctrina. Puesto que, como ha explicado Pujol, España no es una nación, su estado no pasa de artificio de carácter imperialista e ilegítimo. Cataluña sí sería una nación, con pleno derecho a su estado aparte, aunque el realismo de Pujol lo considere inviable por ahora. “Somos una nación con todo lo que eso lleva consigo”, ha reiterado. En la oscuridad sobre “todo lo que lleva consigo”, radica la fuente de la permanente inestabilidad, con tendencia a la desestabilización del país. Si por ese “todo” se entiende la autonomía actual, ciertamente muy amplia, no hay ningún problema en España. Si se entiende la ampliación ilimitada de la autonomía según las conveniencias y oportunidades de los nacionalistas, como así es en la teoría y demuestra la experiencia reciente y antigua, entonces los nacionalismos catalán y vasco perturbarán constantemente la estabilidad y la democracia en España.
 
La clave de la cuestión reside en eso: los nacionalistas no entienden las autonomías como una articulación estable de España, sino como un instrumento para debilitar progresivamente al “Estado español”. Cuando Roca habla de la “unidad” como límite a la autonomía, no especifica el contenido o virtualidades de esa unidad, que él piensa como un proceso de vaciamiento, utilizando el artículo 150.2 de la Constitución contra el 149. La “unidad” podría quedar reducida, en la etapa siguiente, a una expresión simbólica, y no parece exagerado atribuir ese designio a Roca y Pujol cuando hablan de unidad, dando a la palabra un significado opuesto al habitual, argucia tan frecuente en política.
 
Una consecuencia de estas políticas ya ha sido la práctica ruina de la democracia en Vascongadas y su permanente erosión en Cataluña. Circunstancias que gravitan sobre el conjunto del país y podrían terminar acarreando serias consecuencias.

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