No nos han contado qué banderas colocaron en el sótano donde se selló el Pacto de Estella. Ignoramos pues si el pendón de ETA se situó al mismo nivel que el de Sabino Arana en aquel cónclave entre el partido del Lendakari de los vascos y las vascas, y el brazo político de los terroristas y las terroristas. También ignoramos la eventualidad de que el estandarte de la Pepsi-Cola escolte a la enseña nacional en la próxima visita del presidente de esa multinacional a La Moncloa. Pero tal vez para compensar, ZP ha confesado que los blasones de nuestros representantes regionales le merecen idéntica consideración que los distintivos de Australia o Burkina Faso. Y es que su idea de la jerarquía entre los pabellones que deben exhibirse en la sede del Ejecutivo se inspira en la que se da en los concesionarios de la Citroën; concretamente, en las tiras de banderines que invariablemente engalanan la sección “Grandes ofertas en vehículos seminuevos y de reestreno”. Así, ya sabemos de su empeño en calcar la estética del que iba a regentar en Ponferrada antes de que Alá viniera a verlo el 11-M.
El presidente no lee el Marca, pero se forma con ese Petit irlandés, que para el caso viene a ser lo mismo. E ignora a los pensadores de su organización -alguno hay-. Sin ir más lejos, desdeña a Álvarez Junco, del que podría haber aprendido que la identidad nacional no es esa tontería romántica del plebiscito cotidiano. Por el contrario, se trata de una comunidad imaginada, creada y alimentada por los que creen en ella. Y que por eso debe apoyarse en símbolos comprensibles por sus seguidores. De ahí que las representaciones de la soberanía en ninguna nación del mundo se exhiban en plano de igualdad con los pabellones de las instituciones derivadas de ella. En ninguna, menos en esta España de Zapatero y, claro, en la Red Citroën.