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Juan Manuel Rodríguez

Dolorosas confesiones de un tenista fundamentalmente pardillo

Salvo que me forzara a ello el director, preferiría, si ello fuera posible, omitir los detalles más escabrosos -y haberlos, haylos, créanme ustedes- de esta penosa cuestión que paso a relatarles a continuación. Baste decir que el otro día uno de mis mejores amigos, un amigo de la infancia, casi como un hermano para mí, uno de esos amigos en los que puedes confiar ciegamente, me metió sin mayores miramientos y sin despeinarse casi, un 6-0 y 6-2 en cuarenta y cinco minutos escasos (y aquí cuento también el peloteo) de un ¿tenis? absolutamente lamentable, tosco, limitado y fundamentalmente pardillo por mi parte...
¿A qué le llamo yo exactamente "tenis-pardillo"?... Pues el "tenis-pardillo" consiste en que tú (el pardillo, en este caso) corres de un rincón al otro de tu lado de la pista, mientras que el otro ocupa el centro del suyo, inamovible, rocoso, recreándose en la suerte, subiendo, bajando, haciéndote esas dejaditas a las que Roger Federer llegaría a la pata coja, pero a las que tú, pobre idiota, no podrías dar alcance ni siquiera conduciendo el monoplaza del aguerrido Montoya. Eso, y no otra cosa distinta, es lo que yo denomino "tenis-pardillo".
 
El pardillo tenístico, por ejemplo, hace preguntas en voz alta del tipo de... "¿por dónde ha pasado esa pelota?"... Eso me ocurrió a mí el otro día. "¿Por dónde ha pasado esa pelota?", pregunté en voz altísima, disgustada y "maquenroniana". Mi amigo, consciente del desastroso momento psicológico por el que estaba atravesando en esos precisos instantes, no quiso echar más leña al fuego, limitándose a sonreír; pero sí intervino, sin embargo, en la cuestión de la invisibilidad de aquella pelota, otro jugador de la pista de al lado, un cincuentón calvete y muy salado, de esos que se perfuman antes de saltar a la pista, que, como si estuviera en una sala de bingo, cantó con eco lo siguiente: "¡Por arriba, ha pasado por arriba!", remarcando al final de aquella frase lo que a mí me parecieron unos clarísimos puntos suspensivos, a los que yo, quizás demasiado susceptible, pensé que él estuvo a punto de añadir un "¡imbécil!"...
 
Y, efectivamente, por arriba debió pasar, sin yo apercibirme de ello, aquella "penn fantasma", tras comprobar científicamente que la red estaba nuevecita y no tenía ni un sólo roto ni tampoco un sólo descosido al que poder agarrarme como si fuera un clavo ardiendo de la ATP.  En ese preciso instante, el único espectador que aún reteníamos en el partido, sorprendido por tanto alboroto verbal, levantó sus ojos del "Código Da Vinci" y, en vista de que no le dejábamos leer en paz, se marchó con viento fresco a tomarse un "Aquarius" al Club Social. Acabado el "baile", y una vez desincrustada de la pista la "sangre tenística" que, de no haberse ido a tiempo a mojarse por dentro con Dan Brown bajo el brazo, a buen seguro habría salpicado también a nuestro atónito "espectador-lector", me dediqué de lleno al "post-partido", último y reconfortante refugio intelectual de aquellos a quienes ya no respetan ni las piernas, ni los años, ni los kilos, y ni siquiera los tenistas de la pista de al lado.
 
Y entonces recordé el artículo del escritor y periodista estadounidense David Foster Wallace, un auténtico fanático de este deporte: "Si ustedes han jugado, aunque sea un poco, al tenis, probablemente crean que tienen idea de lo difícil que es jugar bien. Yo sostengo que ustedes no tienen la menor idea". Desde que DFW escribió "El talento de Michael Joyce", el estadounidense ha caído en picado del puesto 79 del ranking al 248 que ocupa en la actualidad... ¡Quién fuera el tenista 248 del mundo, aunque sólo fuera por unas cuantas horas!... Le devolvería a mi amigo la moneda del "pim-pam-pum", y podría cantarle las cuarenta a aquel perfumado veterano de la pista central. Y es que yo seré un tenista pardillo, sí, lo confieso, pero también tengo mi corazoncito.

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