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Lucrecio

La tentación latinoamericana

No es nuevo ese fenómeno del rechazo de lo político y del abandono en la voluntad del líder sacral. En los años de entreguerras tuvo su epicentro en Europa. Se llamó fascismo.

Sólo bajo condiciones muy excepcionales la derrota en referéndum de una dictadura es viable. Se produjo en Chile, con un Pinochet ya anacrónico en el tablero de las relaciones internacionales, es cierto. Pero fue una excepción, en buena parte derivada del fin de la guerra fría, cuando ante América Latina – con la palmaria excepción de la Cuba castrista – se abría un horizonte relativamente esperanzador, de retorno progresivo a la normalidad democrática; en lo económico como en lo político.
 
La situación, hoy, se ha invertido. A lo largo de las dos últimas décadas, las burguesías nacionales, sobre las cuales recaía la responsabilidad histórica de la modernización latinoamericana, han exhibido una devastadora amalgama de voracidad predadora y de incompetencia. El resultado – aterrador – está siendo un demente retorno a los viejos fantasmas del caudillismo más anacrónico, como chamánico conjuro frente a la universal corrupción política, que ha acabado por ser asimilada con la normalidad democrática en esos parajes. Hugo Chávez no es sino la forma límite de esa tentación, que tiene grandes posibilidades de arrasar con la que es, tal vez, la última oportunidad de modernización para una América Latina al borde del colapso.
 
Bajo perfiles y retóricas en apariencia muy distintos, la emergencia de caudillos histriónicos, cuyo punto en común es el abominar de la clase política tradicional, revela algo hondo y grave. Capas muy amplias – y, en general, muy pobres – de la América Hispana parecen hoy no tener más que un catalizador claro: el odio hacia los políticos profesionales. Para librarse de ellos, está dispuesta a lanzarse en brazos de un animal de frenopático como Chávez, de un pequeño saqueador como Fujimori, de una nulidad inflada de retórica como Toledo, de un rancio peronista como Kirchner, de las formas más ruinosas del neoindigenismo… En el horizonte, Fidel Castro aguarda la previsible cosecha.
 
No es nuevo ese fenómeno del rechazo de lo político y del abandono en la voluntad del líder sacral. En los años de entreguerras tuvo su epicentro en Europa. Se llamó fascismo. El peronismo fue su forma específicamente populista en América Latina. Que ese populismo fascista se cruce con la retórica guevarista, cuya forma más vulgar y más indigesta exhibe ahora Chávez, no es nuevo; sucedió ya en la descomposición del peronismo argentino; cuando los rostros de Evita Perón y Che Guevara se entrelazaban en las banderas del quizá más loco de los milenarismos de la segunda mitad del siglo XX, el de descamisados y montoneros.
 
Venezuela es un caso extremo, sí. Porque extremo es que un país con semejante producción petrolífera no haya hecho sino avanzar imperturbablemente hacia la bancarrota. Extrema era la corrupción y el crimen de Estado puestos en marcha por el colega sociata de Felipe González, aquel Carlos Andrés Pérez cuya capacidad para el robo y el asesinato de Estado tan ejemplarizante pareció a sus congéneres españoles. Extremo es el caudillismo de este espadón que, ahora, habla con Dios en ratos libres y con Fidel Castro siempre que se tercia. Lo terrorífico de Venezuela es que va hacia la catástrofe económica y social sin remedio alguno. Y que ninguna fuerza política parece capaz de acumular legitimidad moral y racionalidad administrativa para evitar eso. Lo terrorífico de Venezuela es que parece ser un laboratorio. De lo que aguarda a América Latina. Terror y ruina.

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