Nadie debería perder un minuto de su vida intentando convencer a los demás de la bondad de su teoría. Ese afán conduce a las mejores ideas, e ideologías, al fracaso. En el trabajo de difusión y persuasión el pensador, o el político, o el artista, o el cineasta termina alejándose de su pensamiento inicial, y al final no tiene otra salida que resumir hasta la caricatura sus ideas originales. Y si malo es la idea convertida en caricatura, aún es peor la reducción de aquélla a dogma. He ahí los dos grandes límites del pensamiento del siglo pasado y, por desgracia, de los pocos años que llevamos de éste. Gran parte del pensamiento del siglo XX, y cierto arte autoproclamado "comprometido", ha caído en estos dos grandes defectos, pues que entretenido en su pretensión de ser guía de descarriados ha olvidado cumplir su principal cometido: mostrar nuevas propuestas y argumentaciones ante el declinar de las viejas o, simplemente, defender una opinión con inteligencia y honradez.
Con esa mentalidad abierta, más o menos escéptica sobre la tentación a mandar que tiene el intelectual del último siglo, fui a ver el documental de Moore, Fahrenheit 9/11. También asistí, debo reconocerlo, porque John Berger, escritor al que le profeso todos mis respetos y simpatías intelectuales, había dicho que "es una película que desea, con todo su corazón, que Estados Unidos sobreviva." Estaba dispuesto, pues, a someterme a la tortura de oír viejas teorías marxistas sobre la guerra, la pobreza y la interpretación de la historia; también sabía que tendría que soportar desde el inicio de la película la desconsideración moral y falta de respeto del director hacia los políticos que no compartiesen su ideología; e incluso estaba preparado para recibir los golpes del maniqueísmo más trillado desde la Primera Gran Guerra hasta hoy: los buenos son los pacifistas y pobres y, por el contrario, los malos y ricos son los belicistas. Todo eso era más o menos previsible.