Gallardón tiene un espíritu de sacrificio inconmensurable. En otras circunstancias habría sido bombero voluntario, en Normandía habría desembarcado el primero y en Roma habría corrido feliz a servir de aperitivo a los leones. Estos días, en una nueva muestra de altruismo llamada a deslumbrar a los hagiógrafos, sin mirar ni un instante por sus propios intereses, ha dado un paso al frente (¿cuántos van ya?) y ha hecho saber al mundo que está dispuesto –me escuecen los ojos al escribirlo- que está dispuesto, digo, a sentarse a la derecha de Rajoy. De momento.
Una oleada de admiración, una emoción electrizante, un contener las lágrimas, una infinita gratitud ha recorrido la piel de toro llenando de orgullo a los seiscientos mil compañeros que se esparcen por el quebradizo territorio nacional. Seiscientos mil seres que notan a su paso el silencio respetuoso, el reconocimiento vicario de las gentes que, al verlos, se dan con el codo y musitan: mira, mira, ahí va un compañero de Gallardón. Y es como si algo de ese halo de entrega, de esa aura irrepetible, tocara de algún modo a cuantos guardan en la cartera un carné del partido del santo madrileño.
Por si no fuera suficiente con las renuncias que su gesto conlleva, con las privaciones a las que somete su futuro sin que nadie se lo haya pedido, Gallardón ha escogido, de modo significativo, a los medios de Prisa para comunicar su decisión. Opción que, a nadie se le escapa, ha de multiplicar su dolor. ¡Con lo que ese grupo debe de odiarle! ¿No crucificaron a Aznar? Pues a mí boca abajo, como San Pedro, habrá pensado. Entregándose hoy a los mismos que en el colmo de la iniquidad trataron de hacerle presidente del gobierno en el noventa y seis, manejo crudelísimo que a duras penas superó, Alberto ha ensanchado el martirologio. Dios le bendiga.