No todos los secuestros son iguales.
Cuando secuestraron en Irak al italiano Fabrizio Quatrocchi, cuando secuestraron al norteamericano Nicholas Berg, cuando secuestraron al también norteamericano Paul Johnson, conductor de camiones, cuando secuestraron al surcoreano Kim Sun-il, traductor, cuando secuestraron al camionero turco, Murat Yuce, cuando secuestraron al italiano Enzo Baldoni, periodista y cooperante, cuando secuestraron a doce trabajadores nepalíes, cuando secuestraron a todas las demás personas que fueron asesinadas por esos "resistentes" iraquíes que son disculpados a diario por intelectuales, artistas, comentaristas e informadores de estos pagos, ningún gobierno árabe, salvo el iraquí, y ninguna organización relevante de los musulmanes, salvo algunos clérigos iraquíes, levantaron su voz con energía para condenar a los criminales y pedir la liberación de los rehenes.
Más de cien personas han sido secuestradas en Irak en los últimos meses. Sólo la captura de dos periodistas franceses ha merecido otra reacción que el silencio o la declaración de circunstancias. Los gobiernos árabes, las autoridades musulmanes francesas y otras, la banda de Al Sadr, los matarifes de Hamas, Yasir Arafat, Gadafi y las señoras que en Francia llevan con alegría el símbolo de su sumisión absoluta al varón, han clamado alto y fuerte contra la vil acción. Porque este secuestro tiene dos peculiaridades: las víctimas son francesas y los criminales no exigen la retirada de tropas de Irak. Habiendo sido Francia ferozmente contraria a derrocar a Sadam, parece injusto que los terroristas la tomen con sus ciudadanos. No nos lo merecemos, han dicho Chirac y su tropa. Los groupies que el presidente galo ha reunido dan fe de ello y han convenido en la impropiedad de reclamaciones terroristas que excedan el ámbito de Irak. Cada uno a lo suyo. Hay chantajes razonables y chantajes imposibles. Y hay cuellos y cuellos. Por eso callaban antes los amigos de Chirac.
No todos los muertos merecen recordatorios.