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Alberto Recarte

La política de inmigración del PP y del PSOE (y II)

El liberalismo necesita, precisamente por descansar en la libertad personal, un entorno de instituciones políticas, jurídicas, económicas y sociales que garanticen el cumplimiento de la ley.

Podría parecer que la posición del anterior equipo económico del PP, coincidente con la actual del gobierno del PSOE, era tan sólida, o incluso más, que la de los representantes de Interior, preocupados por la ley y el orden, al margen del apoyo a las tesis de estos últimos que significan los límites reales de la capacidad del conjunto de las administraciones públicas para prestar determinados servicios, unas carencias a las que ninguno de los representantes políticos en ninguna de las administraciones hace referencia en público.
 
En el caso de los ayuntamientos, porque un censo hinchado les da derecho a solicitar mayores transferencias fiscales; en el caso de las autonomías, porque el aumento de población también permite mayores ingresos, aunque tengan que cargar con el tremendo aumento de costes en los servicios públicos; pero relacionar ese incremento de costes con la inmigración podría propiciar acusaciones de racismo y pérdidas de votos entre ese colectivo. Y una situación similar se produce al nivel de la administración central. Curiosamente, en este momento, el gobierno, tras haber traspasado a todas las autonomías los servicios de sanidad y educación, se encuentra en una posición fiscal más sencilla, porque sólo es responsable de las pensiones, prestaciones y subsidios de paro que, en su caso, haya que conceder a los nuevos residentes.
 
Sería un error –en mi opinión– creer que la posición de los economistas es tan sólida hoy como lo fue a mediados de los noventa. Su planteamiento actual puede tildarse de reduccionista y cortoplacista, y no tiene en cuenta las aportaciones teóricas de Douglas North sobre las instituciones, ni la experiencia internacional, que tanto en Europa del este –en especial en Rusia–, como en América Latina, ha registrado sucesivos fracasos de políticas económicas supuestamente liberales, porque no han tenido en cuenta que una economía de mercado sólo puede funcionar en un estado de derecho fuerte, en el que la ley y el orden se mantengan por encima de cualquier otra consideración política económica.
 
El liberalismo necesita, precisamente por descansar en la libertad personal, un entorno de instituciones políticas, jurídicas, económicas y sociales que garanticen el cumplimiento de la ley. El argumento de que “no se pueden poner puertas al campo”, aplicado a los movimientos de población cuando hay demanda de trabajo en un país determinado, es falaz.
 
Los estados nación existen porque garantizan, mejor que cualquier otra organización política, la defensa de los intereses y libertades de sus habitantes. Es evidente que sus funciones son más complejas en un mundo globalizado, en el que existe libertad de movimientos de bienes, servicios, capitales y limitadamente de personas –aunque el de estas últimas circunscrito, en este momento, en el caso de España, al área de la Unión Europea. Pero sus objetivos siguen siendo asegurar la ley y el orden, la defensa frente a los enemigos exteriores y el funcionamiento de la justicia. Todos los estados están legitimados –y justificados económicamente– para poner límites a la inmigración, en particular si su volumen pone en riesgo el estado de derecho, por más que sea un hecho que habitualmente supone un factor positivo para el crecimiento. Hace muchísimo tiempo que los países habituados a recibir inmigración, como Estados Unidos, Canadá y Australia, con posiciones en política exterior y económica radicalmente diferentes, conocen esa realidad. Y todos ellos aplican políticas inmigratorias de cuotas, controlan el fenómeno y seleccionan a los que se instalan en su país, por su origen y su formación. Y no estoy descubriendo nada nuevo a ese grupo de economistas cercanos al PP, que quizá están deslumbrados por el crecimiento a corto plazo o por una salida fácil ante el fenómeno, que para ellos consistiría en tener una fe auténticamente ciega –y sorda– en lo que ellos identifican como defensa del libre mercado.
 
La experiencia de España en los últimos diez años confirma tanto el impulso económico que implica la inmigración de personas que se incorporan directamente al mercado de trabajo, como los límites de las instituciones nacionales, cuando el número y el descontrol de nuevos residentes les desbordan. El gobierno del PP tuvo la fortuna de experimentar durante su mandato casi en exclusiva los efectos económicos positivos a corto plazo. Hoy, la acumulación de población inmigrante, a la que se suma la reunificación familiar, supone un desafío que quizá estamos empezando a perder, tanto por la incertidumbre económica que supone un nuevo gobierno sin rumbo, en temas tan fundamentales como la propia Constitución, como por el desbordamiento de los servicios de policía, juzgados, cárceles y, en algunas comunidades, los de sanidad y educación.
 
El mejor de los mundos sería aquel en el que todas esas instituciones funcionaran igual de bien en un entorno de población que creciera a un ritmo natural, que en otro en el que la población creciera a ritmos muy superiores. Pero eso no ocurre en España. Las debilidades que arrastramos por nuestro pasado autoritario, en particular en lo que respecta a la asimilación de los fundamentos democráticos de la autoridad pública y el respeto a la ley, limitan nuestra capacidad de acogida. Límites que son todavía más evidentes porque el estado de bienestar, ya significativo que tenemos –en comparación con otros países europeos– que, se  ha ido introduciendo en nuestra legislación a lo largo de casi un siglo, no está diseñado ni preparado para soportar, bruscamente, un aumento de población que suma millones en poquísimo tiempo.
 
En economía, como en todo, hay que mirar a medio y largo plazo. Los responsables económicos del PP pudieron evitar esas consideraciones porque a mediados de los noventa la escasez de mano de obra era agobiante. Que esos mismos responsables sigan manteniendo posiciones supuestamente liberales en relación a la inmigración, tras el tremendo aumento de estos años, y tras el evidente debilitamiento de algunas de nuestras instituciones, no tiene lógica. Como no la tiene la posición del actual Gobierno del PSOE, que está dispuesto a hacer una nueva regularización, en teoría para aumentar la recaudación fiscal, pero quizá también para consolidar votos entre ese colectivo y al que no le importa el efecto llamada de esa política, que agravará, todavía más, la situación de las instituciones en las que funciona la economía de mercado.

La política de inmigración del PP y PSOE (I)

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