Nada es peor que la estupidez en este mundo. Salvo, quizá, la estupidez autocomplacida, la estupidez que se blinda en identidad sacral, bajo grandes entonaciones solemnes: la estupidez, en suma, respetable.
Que un ciudadano adulto cultive sus músculos y su salud es algo inatacablemente respetable. Tanto cuanto lo es que profundice en su sedentarismo o su degradación corpórea. Asuntos personales, que a nadie, que no sea al individuo libre que opta por ellas, concierne. Menos que a nadie, al Estado: infinitamente menos que a nadie. De todas las habituales inmoralidades, la de amalgamar patria y deporte me parece la más repugnante; y, desde luego, una de las más letales: para el pobre atleta convertido en conejillo de indias de los Mengele de turno, sobre cuya cualificación técnica –pero también chamánica– delega el Estado la erección de su mimado honor nacional; para el iluso ciudadano, que ve consumarse, a través de los televisores y otras máquinas de descerebración planificada, el desplazamiento de sus deseos privados por los deseos impositivos del amo que impone normas y conductas. Hasta qué punto de monstruosidad puede llegar la cosa, nos lo reveló la salida a la luz de los archivos deportivos de la extinta República Democrática Alemana. Pero que nadie se complazca en engañarse a sí mismo. En esa materia, la única diferencia entre la RDA y el resto de las grandes potencias deportivas es que la RDA se extinguió como país; sin eso, sus monstruosidades de alquimia deportiva seguirían siendo tan secreto a voces como lo son las de sus competidores de aquellos años de gloria farmacológica.