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Pedro Schwartz

África

La reverencia idólatra ante la Naturaleza, la tolerancia integral de costumbres salvajes, el respeto ilimitado de todas las culturas, no son aceptables

El visitante queda fascinado por Gabón, no tanto por el contraste de la vida africana con la europea, como por una inquietante capacidad de recordarle cosas que prefiere olvidar. Ante sus ojos se presenta el rigor de nuestra madre Naturaleza y la salvaje oscuridad que se esconde en el corazón de todos los hombres.
 
Gabón, con la mitad de la superficie de España tiene poco más de un millón cien mil habitantes y un creciente número de inmigrantes de partes más pobres. Hace un siglo que franceses y alemanes empezaron a cortar en sus bosques  el “okué”, el árbol que se desenrolla en finos tableros, cuyos troncos aún descienden en tropel por inmensos ríos. Entre las dos guerras comenzó la exportación del manganeso para la industria del acero, y se descubrieron oro y diamantes. A partir de 1956, los gaboneses entraron en la era del petróleo, bombeado en aguas de la costa por las grandes petroleras, que siempre parecen descubrir más yacimientos cuando comienzan a agotarse las reservas, como en estos momentos. Las crisis energéticas de la década de 1970 animaron la producción de uranio para las centrales nucleares francesas. Hay un ferrocarril a través de la selva, pocas carreteras, deficiente educación y servicios de salud. No hay hambre pero sí carencias. Tanta riqueza natural parece una maldición: adormece las energías creadoras de los agraciados, despierta la concupiscencia de buscadores de fortuna, corrompe los líderes naturales.
 
Antes de que los ingleses prohibieran la trata de negros, el negocio del Africa ecuatorial fue más siniestro y también corruptor. Es curioso que nadie recuerde a los árabes que ellos eran los que cazaban esclavos en el Este africano. En Guinea, los reyezuelos locales vendían “ébano” a tratantes portugueses, vascos, franceses, americanos, hasta que a finales del siglo XIX se abolió la esclavitud. La capital Libreville la fundaron idealistas franceses de 1848, con 272 hombres, mujeres y niños, liberados de un barco negrero brasileño: organizaron para ellos un “falansterio”, un poblado socialista según la doctrina de Fourier.
 
Es revelador que el alcalde de la nueva población pronto se negara a trabajar en la huerta, alegando que él era “el jefe”. El paternalismo tribal aún es el de Gabón hoy. Los beneficios obtenidos de la madera, minerales y petróleo quedan en manos de los cabecillas, que disponen de ellos como les place, pero con la prudencia necesaria para mantener contentos a sus familiares y seguidores y a los miembros de otras tribus. Lo que nosotros consideramos corrupción es la forma tradicional de disponer de la riqueza, como cuando en la Andalucía de Felipe y Guerra se decía que “¡por fin roban los nuestros!”. Así, Gabón está gobernado por el presidente Omar Bongo desde hace 36 años, no todo el tiempo como dictador, sino como jefe que sabe mantener la paz y gozar de la riqueza. Bongo es el segundo presidente desde la independencia en 1960. Instauró el multipartidismo y las elecciones libres en 1985. Pese a algunos golpes y crisis económicas, ha mantenido, con la ayuda omnipresente de los franceses, una moderada libertad de prensa, no mata ni tortura como Obiang en Guinea, no enciende la guerra civil, no guerrea contra sus vecinos. El francés es la lengua oficial. La principal preocupación del país es ver si designa un sucesor adecuado, como Franco en su día. No es poco esto, en un Continente destrozado por la violencia civil y militar.
 
Es revelador que Bongo sea miembro de una tribu minoritaria, los “bateké”, por lo que gobierna en relativa paz: si perteneciese a una de las grandes etnias, cual la “bapunú” o la “fang”, habría corrido la sangre como en Ruanda, Sudán, Costa de Marfil, Congo... Bongo asignó los 43 puestos del Consejo de Ministros cuidadosamente entre su familia y también entre los miembros de etnias distintas a la suya. El peso de las tradiciones tribales es aplastante: el incesto no es tabú, las niñas púberes son llevadas al abuelo para iniciarlas; todo pertenece al “nganga” o sabio que encabeza la gran familia. La religión animista subyace, pese a un barniz de religión cristiana o musulmana: las enfermedades se deben al mal de ojo, antes de las elecciones los ministros visitan su poblado en la selva para consultar a sus antepasados con ritos inmemoriales, en las ciudades cunden el vudú y las ceremonias de la masonería rosacruz; se perpetran sacrificios humanos, cuanto más dolorosos por la proximidad de la víctima, más meritorios.
 
Todo el mundo lo sabe, nadie lo dice. En momentos cruciales de la vida social, aparecen cadáveres de niños, atados de pies y manos, y privados de ojos, dedos, y otros órganos, que han servido para oscuras ceremonias. El viajero tiene testigos fidedignos de víctimas en ese estado, arrojadas por el mar o abandonadas en la selva. Mientras caminaba por la selva tras un guía guineano que penosamente se abría paso por la vegetación con su “panga”, sorprendido ante una familia de huidizos elefantes, calado por repentinas lluvias tropicales, se le presentó cegadora la evidencia de que las fuerzas oscuras de la animalidad humana deben encauzarse y disciplinarse. La reverencia idólatra ante la Naturaleza, la tolerancia integral de costumbres salvajes, el respeto ilimitado de todas las culturas, no son aceptables. Hay un mínimo de valores irrenunciables que hemos aprendido de la religión cristiana y la ilustración racional. Apoyemos el África que quiere civilizarse.
 
© AIPE
 
Pedro Schwartz es profesor de la Universidad San Pablo CEU y académico asociado del Instituto Cato.

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