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José María Marco

Una democracia más joven

El Día de Acción de Gracias de este año ha tenido un especial carácter de reflexión sobre la identidad norteamericana

La fiesta de Acción de Gracias celebra la primera cosecha recogida en el Nuevo Mundo por los puritanos llegados en diciembre de 1620 a la costa de América desde Inglaterra. En menos de un año murieron casi la mitad de los que habían desembarcado. Los puritanos habían logrado salir adelante por su cuenta. A su espalda sólo había, según dicen las crónicas, un océano inmenso, el abismo que les separaba del viejo mundo.
 
No había vuelta atrás, aunque el espíritu de independencia que allí se expresó tardó tiempo en cuajar en instituciones políticas. El Día de Acción de Gracias fue adquiriendo sentido nacional a medida que se fue formando la nación norteamericana. Sus promotores fueron Washington y Lincoln. Todos los documentos oficiales hacen referencia al carácter religioso que la fiesta tuvo desde el primer momento. Los puritanos quisieron dar gracias a Dios por la cosecha, por los dones recibidos y por el nuevo año de vida concedido.
 
Ni que decir tiene que en los últimos treinta años se ha dado una versión distinta de lo ocurrido.
 
En las escuelas se enseña que la acción de gracias no iba a dirigida a Dios sino a los indios, por la ayuda que el jefe Massasoit y los suyos habían prestado a los primeros colonos. Es cierto que los puritanos invitaron a los indios vecinos y que estos vecinos, que eran personas educadas, trajeron carne de venado para la celebración. Deducir de eso que los puritanos instituyeron una fiesta de agradecimiento a los indios demuestra escaso sentido del ridículo y un grado considerable de cinismo, como si se quisiera olvidar lo que luego se hizo con los indios americanos, que no fue precisamente un gesto de agradecimiento.
 
Una segunda versión es que el Día de Acción de Gracias es una muestra de gratitud dirigida a… nadie. No vale la pena argumentar que el solo hecho de agradecer requiere un sujeto al que dar las gracias y que ese sujeto, en este caso, se llama Dios. Tampoco vale la pena conceder que ese Dios no tiene que ser obligadamente el Dios cristiano, como parece sugerirlo el hecho de que los puritanos invitaron a los indios al festejo sin intentar convertirlos al cristianismo. Cualquier argumentación es inútil. Según esta versión del festejo, no hace falta nadie a quien dar las gracias y la gratitud puede ser abstracta y tautológica como la religión sin Dios de los krausistas españoles.
 
Por mucho que hayan avanzado en los últimos años, estas interpretaciones empiezan a estar a la defensiva. El movimiento que ha llevado a Bush a su segundo mandato lo confirma. El Día de Acción de Gracias de este año ha tenido un especial carácter de reflexión sobre la identidad norteamericana. Nadie va a pedir que se le dé a esta fiesta un carácter estrictamente religioso, dirigido sólo a los creyentes. Pero a los no creyentes –minoritarios en Estados Unidos– se les ha empezado a pedir que no impongan su propio punto de vista sobre un asunto que tiene una dimensión religiosa innegable, aunque ellos piensen o digan que no la comparten.
 
Resulta reconfortante pensar que la democracia más antigua del mundo está perdiendo el miedo a proclamar de nuevo sus raíces religiosas. Es curioso, pero parece rejuvenecida.

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