El proceloso mar que está surcando el capitán accidental, y con él la democracia española, no aparece en las cartas. Ya no basta con evitar los arrecifes. La nave que se agita como cascarón de nuez presenta brechas en el casco y una parte de la tripulación se dispone a incendiar el velamen con la antorcha de esencias medievales y urgentes. El capitán sonríe, como siempre. Cree que el temporal, si no la mar inmensa, apagará las llamas. Ha perdido el sentido del peligro, si alguna vez lo tuvo. A todo esto, un rumor telúrico del siete en la escala Gal amenaza con romper en maremoto. Y la nave va.
Tras acusar a su propio país de golpismo, el supuesto responsable de defender a España en el exterior no dimite, sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso, cuando el país despierta de los cincuenta y nueve segundos de siesta para comerse unas cerezas envenenadas. La Trini, guerrillera, se pone la chupa, se sube a la grupa del ministrete y profiere amenazas contra el manso partido de los setecientos mil: llegaremos hasta el final. El final ha de quedar muy lejos y debe ser tremendo. Estará, por definición, más allá del principio, o sea, del asedio a las sedes, del golpe mediático. ¡Vaya final!
Por su parte, el diario de las elites mundiales le propina a Rodríguez el editorial que se estaba buscando. Estigmatizado queda para los próximos años oscuros. Se lo ha ganado a pulso el campeón de la alianza de civilizaciones, el maestro del escapismo bélico y del quedarse sentado al paso del aliado protector. Glosa el WSJ las deserciones, las amistades peligrosas, las notas de agradecimiento al terrorismo. Siempre cabe filtrar las conversaciones privadas del monarca con el hombre más poderoso del planeta. Al menos esta vez no le han pinchado el teléfono; los socialistas mejoran con el tiempo.