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EDITORIAL

El laberinto ucraniano

se debate en esta crisis sin precedentes entre inclinarse hacia occidente o seguir siendo lo que es desde que la URSS se fracturase en 1991, esto es, continuar interpretando el triste y miserable papel de satélite meridional de Rusia

Mucho tiempo tardarán los ucranianos en olvidar la ajetreada última semana de noviembre de 2004. Las elecciones del pasado domingo, sobre las que pende una más que justificada sospecha de fraude, han hecho estallar a un nación entera que se ha echado a la calle a reclamar justicia. Ucrania, un país más grande de lo que muchos piensan, se debate en esta crisis sin precedentes entre inclinarse hacia occidente o seguir siendo lo que es desde que la URSS se fracturase en 1991, esto es, continuar interpretando el triste y miserable papel de satélite meridional de Rusia.
 
A la cita electoral del domingo se presentaron dos candidatos, el oficialista Viktor Yanukovich, apoyado desde Moscú, y el pro europeo Viktor Yushchenko, favorito de las cancillerías occidentales. De Yanukovich, que desde hace dos años desempeña el cargo de primer ministro del saliente Leonid Kuchma, se sabe todo lo que tiene que saberse. Es un Putin en miniatura, de talante autoritario y opuesto abiertamente a que Ucrania se integre en las instituciones propias de la Europa occidental. Yushchenko es un interrogante, lejos del oficialismo moscovita y enemigo de los nostálgicos del comunismo que, hasta las presidenciales del 99, aún cosechaban adhesiones en las urnas. No en vano, el candidato del Partido Comunista de Ucrania, Petro Simonenko, obtuvo en esa misma convocatoria casi un 40 por ciento de los votos. Casi nada.
 
Las elecciones fueron una caricatura grotesca. Los observadores internacionales destacados en el país dieron de inmediato la voz de alarma. El eurodiputado holandés Thijs Berman aseguró que había personas que votaron hasta cuarenta veces o que, en algunas localidades, se registraron resultados completamente increíbles en una democracia. Por ejemplo, en la ciudad de Donetsk, un 96 por ciento de los votos fueron a parar al candidato del Gobierno. Otros observadores de la OSCE advirtieron que, durante la jornada electoral, decenas de autobuses se dedicaron a mover de un colegio a otro a gran cantidad de personas para que votasen.
 
Antes incluso de que se terminase el escrutinio, el Gobierno y el Kremlin dieron a Yanukovich por vencedor felicitándose del éxito de los comicios. Ante semejante descaro la oposición impugnó los resultados y, desde distintas tribunas, se invitó a la gente a tomar la calle de manera pacífica. Toda Ucrania ha vivido en vilo esta semana. Varias ciudades, entre la que se encuentra la capital Kiev, se han negado a reconocer el resultado y Viktor Yushchenko se ha llegado a tomar la licencia de proclamarse presidente en la Rada, el parlamento ucraniano, aun a sabiendas de que no disponía de quórum. Desde Washington Colin Powell ha advertido a Kuchma de lo peligrosa que puede ser su maniobra electoral para la estabilidad en la zona. La Unión Europea, al menos por esta vez, ha sabido estar a la altura de las circunstancias. Javier Solana se desplazó el martes con urgencia a Kiev para abrir una mesa de diálogo entre las distintas fuerzas políticas del país, que están deviniendo peligrosamente antagónicas. Reconforta saber que en Bruselas saben lo que está en juego si Ucrania, una nación de casi 50 millones de habitantes, se incendia y estalla en mil pedazos.
 
Las salidas a la crisis no son muchas. O se repiten las elecciones presidenciales y se pone lo mejor para evitar que se reproduzca el bochornoso fraude del día 21, o se llega a un acuerdo de estado entre los dos candidatos para garantizar la gobernabilidad del país. Se decanten por una o por otra Ucrania no volverá a ser la misma. El antiguo granero de la Unión Soviética tiene potencial para jugar un papel relevante en la Europa del siglo XXI. Si los ucranianos –y se ve que tienen madera para ello- se determinan por dar el paso definitivo y deciden acercarse a Europa, la Unión habrá ganado un buen socio en el extremo oriental del continente. Si por el contrario termina por imponerse la vieja politiquería tardosoviética, encarnada en Vladimir Putin, Ucrania seguirá languideciendo, empobreciéndose y exportando miles de emigrantes más allá de sus fronteras.

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