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EDITORIAL

Ser bueno o parecerlo

El "Código de Buen Gobierno del Gobierno" terminará aprobándose y cosechando aplausos por doquier, de eso estamos seguros, sin embargo, no lo estamos tanto de que consiga los fines que persigue

Una de las señas inconfundibles del socialismo hispano es la de gobernar de cara a la galería, es decir, ser perfectamente ineficaz al frente de las tareas de Gobierno pero, de tanto en tanto, obsequiar a la audiencia con algún golpe de efecto demagógico y populachero. Ayer, el ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, presentó una serie de medidas bajo el enredado nombre "Código de Buen Gobierno del Gobierno" con objeto de que los que rigen los destinos de la Nación lo hagan de un modo más transparente y austero. La vicepresidenta Fernández de la Vega apostilló acto seguido que, ante todo, la propuesta constituía una promesa electoral del PSOE que, como una muestra más del dichoso talante, entrega el Gobierno a sus votantes.
 
Que nuestros políticos sean transparentes es algo deseable, y más teniendo en cuenta que, en un país como el nuestro, donde el Estado es elefantiásico, todo control es poco. Que sean austeros es un añadido opcional pero no obligatorio. Un ministro, por ejemplo, ha de ser austero en lo tocante al gasto público y ceñirse a lo presupuestado en su ministerio. Fuera de ahí, y con el dinero que honradamente haya obtenido, el ministro en cuestión puede ser lo que le plazca. Lo otro es inmiscuirse en la vida privada de los gobernantes y, en un estado de derecho, ninguna ley –por bien intencionada que sea– puede ir por ese camino. La iniciativa de Jordi Sevilla, sin embargo, va más lejos. Los ministros no volverán a ser tratados como excelentísimos sino por los coloquiales señor o señora, según sea el caso. Parece que Sevilla desconoce que el trato oficial protocolario no va atado a la persona sino al cargo. Los titulares de las carteras ministeriales son representantes de la Nación y ministros de la Corona por lo que, dada la dignidad del cargo, hasta el lenguaje ha de adaptarse a ella.
 
Si lo del trato protocolario puede entenderse en esa onda populista tan en boga desde que Chávez se dejase caer por la Moncloa el mes pasado, hay otros puntos del pretencioso código que resultan un tanto irónicos. Por ejemplo, el Gobierno habla de transparencia informativa cuando hace sólo unos días el periodista que iba a cubrir para la COPE el viaje de Moratinos a Oriente Medio tuvo que quedarse en Madrid por un veto del ministro. Si eso es la transparencia informativa que trae aparejada el Código mejor sería quedarse como estábamos. En lo relativo a representatividad de los cargos públicos Sevilla ha insistido en que éstos no podrán aceptar regalos ni manifestarse de un modo ostentoso. Parece que no recuerda ya la medalla que José Bono se auto impuso hace unos meses o el día en que la ministra Trujillo pidió un helicóptero para atender una picadura de avispa. La memoria de Sevilla es débil porque, este mismo verano, una simple secretaria de Estado, Leire Pajín, se tomó la licencia de coger el avión del presidente para realizar una curiosa gira por el Caribe y Centroamérica. Si el comportamiento reciente de Bono, Trujillo o Pajín no es ostentoso el Gobierno debería definir primero cuál es su concepto de ostentosidad.
 
Incoherencias al margen, que las ha habido y, muy probablemente, se seguirán produciendo, en el Código se echa en falta una normativa sobre la contratación de familiares de altos cargos, su delimitación precisa para evitar luego males mayores. El tráfico de influencias ha sido una de las mayores lacras de nuestra democracia. Durante el felipismo figuras como la del hermano, la del cuñado o la del suegro haciendo su agosto a costa del Estado se hicieron tristemente famosas. Los ministros no podrán recibir regalos pero si promocionar a una prima en algún organismo público. Si lo primero es dudosamente ético, lo segundo es un insulto en la cara de todos los españoles que padecieron el nepotismo socialista en su anterior etapa de Gobierno.
 
El "Código de Buen Gobierno del Gobierno" terminará aprobándose y cosechando aplausos por doquier, de eso estamos seguros, sin embargo, no lo estamos tanto de que consiga los fines que persigue. Para ello no es necesario un Código sino un inquebrantable espíritu de servicio de los gobernantes, espíritu que, por cierto, entre nuestros políticos –especialmente si son socialistas– se prodiga poco.

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