A propósito del affaire Echevarría acaecido en el suplemento cultural Babelia —aunque en realidad debería denominarse "El País, caso clínico, nueva edición"— escribe en "Blanco y Negro Cultural", a la sazón, suplemento cultural de un diario de la competencia, quien desde su primera página invita a pasar y leer sus páginas, o las que se pongan por delante, que sobre el particular asunto está opinando "todo nuestro, digamos, campo literario". La descripción espacial que atañe a los concernidos por el "digamos" queda bajo un halo de equivocidad o de pretendida ambigüedad. Poco después, sin embargo, encontramos la explicación de semejante vacilación a la hora de señalar, o describir, al esquivo espectro, y que le sirve para dudar de la catadura moral y profesional de algunos críticos, digamos, canallescos. "Incluso lo han hecho [opinar], particularmente regocijados y babeantes, los «liberales» de brazo en alto y saludo romano que cada día se destapan con más facundia y aprovechan cualquier pretexto mediático para pescar desperdicios ideológicos en río revuelto.", afirma el duro crítico que por lo visto y leído no es ningún "liberal" (así, entre comillas; tal vez sí lo sea sin), ni tampoco un canallesco (así, entre comida de trabajo y comidillas de promoción). Ni, supongo, un incontinente facundo que levanta el puño en son de guerra.
A todo esto, yo me pregunto a qué vienen unas menciones tan agresivas y unos comentarios tan groseros y desmedidos dirigidos a quienes corresponda o se sientan aludidos por semejante bilis. No es éste, sin duda, mi caso, ni el de este periódico digital en libertad, porque no nos consideramos liberales entre comillas, ni jugamos a los romanos, y porque los que aquí trabajamos, comemos (más bien poco, no estamos hambrientos ni nos merendamos un niño cada tarde) de lo que nos permiten nuestras columnas, artículos y críticas, escrito todo ello sin censuras, presiones ni excepciones culturales de ninguna clase. Y sin complejos. Es decir, libre y digitalmente, sin lanzar el anzuelo y dar caña al inocente transeúnte que pasa por ahí aprovechando que el Pisuerga corre por Valladolid. Esto es, evitando la caza mayor sin venir a cuento, a la manera gratuita, caprichosa y graciosamente del liberalófobo. Lo probable es que sean otros los cuentistas, digamos, de la edición propia y ajena. Ésos que, sentándose a la puerta de lo que consideran su Casa, esperan ver pasar el entierro del enemigo, y que por miedo a ser ellos los finados, ponen sus babas (digo, sus barbas) a remojar en las aguas revueltas de la prensa, por si acaso.